Janis o la velocidad

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Janis Joplin y Susan Sontag son el modelo de artista y escritor que siempre he deseado ser. Durante muchos años me he empeñado en lograrlo. Si no se ha cristalizado, se debe o bien a mis nulas capacidades o quizás a que ambas mujeres llegaron tardíamente a mi vida. Lo cierto es que una, la Sontag, representa mis aspiraciones de mirar con reveladora profundidad la realidad social, la literatura y el arte; y la Joplin es el recordatorio de vivir —siempre— a fondo la existencia. Ellas son la fuerza, la inteligencia, la sensibilidad y la vida… tal vez una fórmula secreta —que desconozco aún— lograría hacer de mi pretensión un hecho concreto.
A Susan la busqué en cada muchacha de Tucson, donde vivió su adolescencia; a Janis fui a buscarla a la isla de Galveston, donde nunca la habría encontrado, pues mi memoria me mintió: a donde debí ir es a Port Arthur (Texas), donde nació en 1943.
Conocí, hace más de veinte años, la escritura de Sontag en las páginas de la revista Vuelta (y luego en Letras libres); la música de Joplin me la presentó la poeta Aurora Moyeda, en su departamento de la calle Garibaldi, una tarde de hace justos quince años.
La increíble vitalidad de Janis Joplin sugiere la vida de una época y describe a la juventud de un tiempo, plena en utopías y deseos de una libertad ahora inalcanzable. La velocidad de la vida ahora está suspendida: sin embargo lo aprehendido es inimaginable.
La Joplin desde temprano encontró en la música la adrenalina que su cuerpo necesitaba. Muy joven y todavía en su puerto natal, fue seducida por el movimiento beatnik y por ello entramó relaciones con sus seguidores. 
A los dieciséis años se escapaba a Luisiana —a un brinco del puerto—: allí se hundió en los bares de negros para escuchar blues y jazz: eso la llevó a ser lo que es: una velocidad inalcanzable y endémica. En vano he intentado alcanzar su celeridad. Es una verdad que la busco, como hace un instante, ¿o cuándo fue?
Como había equivocado el rumbo, de la isla de Galveston nos dirigimos de nuevo a Austin. Durante el trayecto la música de un disco triple, comprado en una librería de Barton Creek —a unos kilómetros de la ciudad de Austin— sonaba hasta llegar a los altos cielos texanos.
Fuimos, entonces, a los campos de la Universidad de Texas, en Austin. Nos recibieron los negros caballos mitológicos, mojados incansablemente por las aguas de la fuente. En su detenida movilidad sentí la vitalidad y la fuerza de Janis: la imaginé en cada mujer de cabellos claros y extensos. En las aulas de la escuela de Bellas Artes había realizado sus estudios hasta un año antes de que yo naciera. De allí, ¿todavía era 1962?, se trasladaba hacia las noches de la 6th, donde todos los martes —¿desde hace cuánto?— la música invade el sosiego de la urbe. Los ríos de gente semejan a los de Luisiana, ¿allí corrió y permanece el sudor de la Joplin?
Estación de verano estancada en los cuerpos de las mujeres; rostros vivaces en las negras damas de la ciudad; profunda la noche y su alta luna rondando por la Sexta, donde se derrama la música hasta penetrar.
¿Loca la vida de Janis? ¿Y la velocidad y el encanto de su cuerpo? Voy y pregunto en un bar. Busco a los sobrevivientes que ¿la conocieron? Los viejos abren con desmesura los ojos. Me miran y sonríen. Se alejan y permanezco en el desconcierto. Salgo y vuelvo a preguntar. Vibran los labios y sonríen: la muchacha negra habla y no le entiendo. Únicamente escucho el nombre de la cantante y un “¡wow!” En la pendiente de la Sexta me desvanezco.
¿Y la velocidad? ¿Se ha detenido todo?
De Austin partió Janis hacia San Francisco; luego fue a Los Ángeles (allí murió el 4 de octubre de 1970), a donde alguna vez fui.
Hoy retorno al mismo sitio. Se escucha alto la voz de la Joplin: reproduce la fuerza y la vitalidad con que vivió. Me invade y ahora lo sé: la mejor velocidad es la que corre hacia los adentros.
Han pasado quince años desde nuestro primer encuentro. La concibo eterna y valiosa. Ahora me acaricia. Sus manos tocan mi piel. Susurra en mi oído algo. No distingo la frase. La siento, sí. Va hacia mi cuello y lo besa. Caen lentas gotas de sudor: en su trayecto brillan y me ciegan. La veo, entonces, como aquella primera vez. Me excita. Amorosa entra en mí. Me pregunta si está bien lo que hace.
Y yo le digo:
—Sí… 

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