Guadalajara es un laberinto

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Como en la Lisboa de Fernando Pessoa, a la que su heterónimo Álvaro de Campos vuelve y la encuentra ancestral y muda, sumergida en la nostalgia del Tajo; del mismo modo intenté revisitar Guadalajara hace unos días, acompañado de un amigo sinaloense que estuvo de visita.

Recorrer una ciudad en la que se ha vivido toda la vida se asemeja a ir por las hojas de un libro ya leído: ninguna de las dos depara lo mismo que la vez anterior. Toda incursión por calles y avenidas no deja de ser un prólogo que anuncia páginas escritas que hay que re-conocer. Algo de eso refiere el heterónimo de Pessoa en su Lisboa revisitada: “Otra vez vuelto a verte —Lisboa y Tajo y todo—/ transeúnte inútil de ti y de mí,/ extranjero aquí como en todas partes,/ tan casual en la vida como en el alma…” El último día, antes de volver a su natal Escuinapa, el sinaloense me dijo como quien dice un vaticinio: “Guadalajara bien pudiera ser un laberinto”.

El mapa de Guadalajara, en su abstracción espacial, no anuncia ese trazo abultado que podría resumirse en una superposición de líneas y caminos confundidos entre sí, aunque extendida pareciera ser un valle que se hunde en la barranca de Huentitán. Esto del laberinto se acerca a su definición: es fácil perder la cabeza en la ciudad, pero a la par es posible llegar a cualquier sitio tras innumerables desvíos y el sorteo de calles cerradas o trazos en perpetua reparación, cuyas banquetas se funden en el asfalto; avenidas estratégicas que cambian de nombre hasta por tres veces, glorietas que se abren a dos, tres o seis diagonales distintas y a dos calles aledañas más, en doble sentido: el abismo en su rostro cotidiano. Como esa casa interminable con pasillos y puertas y cuartos, y deshabitada (El lugar, Mario Levrero). El asunto no solamente estriba en el conocimiento de por dónde se va, sino en que la anatomía de la ciudad carece de una simetría bien pensada. Se dice que obrar es intervenir. Y Guadalajara ha sido tantas veces repensada que cada intervención le agrega un escondite más. Como el juego del teléfono descompuesto, que cada voz distorsiona el mensaje, vivimos en una ciudad enroscada en sí misma.

En la primera tarde del tour

Apenas nos enfilamos por López Mateos tras torcer a la derecha sobre Américas, al venir de los arcos de entrada a Zapopan, una tormenta comenzó a despedazarse sobre el toldo del vocho rojo. Quedamos varados en el túnel que ve la luz unos metros antes de Plaza del Sol, nuestro destino eran Las Fuentes: la lluvia convirtió esa lengua oscura en un bote con dos náufragos que querían alcanzar un islote en las calles laterales. No le resté mérito alguno al sinaloense: todo el tiempo mantuvo una actitud calmosa, como si tratara de hacer de la catástrofe una anécdota heroica que contar a sus amigos en sus noches de caguamas en Escuinapa.

Por la tarde de otro día pidió conocer Tonalá: por allí el sol asoma, y da de lleno sobre esa única avenida (tianguis artesanal incluido) que funciona como vaso donde se vierten todas las aguas: la desembocadura del Periférico, la avenida que conecta este poblado con Guadalajara (Río Nilo) y el entronque de la carretera a México y Zapotlanejo se enciman unas con otras y acaban por explotar: un obeso hormiguero único. De haberse enterado, imagino que Ítalo Calvino habría trazado allí una ciudad invisible: un imaginario en el que todo y nada tendrían cabida.

Ya en el retorno, la avenida Revolución, a la altura de la Glorieta del Charro, converge con otras tantas arterias (no puedo evitar con esta palabra vislumbrar la ciudad como un cuerpo surcado de cicatrices y cientos de kilómetros de venas saltadas): el sinaloense atajó, ya a unas cuadras del Parián de Tlaquepaque, que esa glorieta, como tantas otras, no era más que una “infierneta”: sólo en este país a una idea tan poco práctica se le considera un adorno monumental, a veces con deslumbramientos arquitectónicos y siempre con dificultades equívocas y de resultados desastrosos; ¿quién no ha temido colisionar su automóvil con otro al incorporarse a esos mini circuitos cuya mayoría presume algún monumento de personaje desconocido o una fuente deteriorada? Si el oficio del viajero es atravesar fronteras, como dice Claudio Magris, el del citadino al volante ha de ser evitar las glorietas y sus efectos en espiral a riesgo de vivir en un túnel ad eternum.

La Calzada Independencia —esa especie de muro de la distinción—, en la tercera tarde de nuestros afanes turísticos, del Agua Azul hacia el Estadio Jalisco en un tráfico monumental, al sinaloense le resultó un paseo de la desmesura. La atmósfera, saturada de cláxones, delirios, exclamaciones ofensivas, esmog en nubes espumosas y el insistente sonido de cinco silbidos en estacato emitidos por taxistas, choferes de autobuses y demás gente sobre ruedas; en un escenario de viejos cines en desuso y salones de baile convertidos en otra cosa, hoteles siniestros que cobran 200 pesos la noche, cantinas y el mercado San Juan de Dios, me hicieron desear que fueran como aquellos de “La autopista del Sur” cortazariana, que hacen amistad mientras están varados durante días sobre una carretera que conduce a París: un atasco monumental que cada fin de semana repetimos en la carretera a Colima en su entronque con López Mateos, en la de Nogales, a la altura del retén militar y en la de Chapala; las tres en su sentido de entrada a la ciudad. Cuando las filas de autos en el cuento cortazariano comienzan a estirarse, el único afán es escapar de ese estado alucinante. Acá la cosa no da para acampar ni cruzar más de cuatro palabras; pero, como a ellos, la prisa y el desespero, está visto, nos restan cordialidad.

Incursionar en la avenida Vallarta a la altura de Los Cubos, si se va por esa rueda de la fortuna que es Lázaro Cárdenas —su columna vertebral está hecha de puentes y pasos a desnivel—, llegó a convertirse en un “paso de la muerte”: los carriles se fundían tan abruptamente unos con otros que salir ileso bien merecía una oración al santo que colgara del espejo retrovisor. En el cuarto día le contaba esto al sinaloense cuando emergió ante nuestros ojos, contra el sol que caía, esa víbora de cubos en blanco y negro. La glorieta de Los Cubos hoy no es más que una elevada mezcla de vías que serpentean y desquiciantes y abandonados puentes peatonales: un juego de concreto y fierro de serpientes y escaleras. La suerte de los dados puede deparar igual una salida o un camino atornillado a sí mismo.

Las colonias en Guadalajara constituyen un mapa aparte. De la Calzada hacia el oriente las calles vienen al encuentro con su número por delante, como edecanes todas dientes blancos que anuncian los rounds en una pelea de box. Con minifalda y meneos exagerados es sencillo extraviarse en esas vías largas y anchas. Más aún si el deseo es caer en esos viejos bares y cantinas de míticos nombres: el Mascusia, la Ballenita, la Iberia el Zapotlán…, que se hallan desperdigados en esas colonias de nombres intrincados. Sin embargo, la colonia que es preciso reinventar a medida que se interna uno por sus calles, conduce a la apoteosis de mayor incertidumbre frente al volante: la Del Fresno. Su confuso trazo no es otra cosa que islas triangulares: se encuentra uno de frente a una cuchilla apenas un instante después de haber dejado otra. Se tiene la impresión de navegar entre embarcaciones ancladas que acorralan los horizontes, que se multiplican veloces e iguales. Al recorrerla se vuelve necesario echar mano, como don José al internarse en los archivos del registro civil en Todos los nombres, la novela saramaguiana, del hilo de Ariadna para volver y no perderse en sus vericuetos y múltiples trampas. Las avenidas Washington, Lázaro Cárdenas o Cruz del Sur anuncian que se ha llegado a sus límites precisos, no fantasmales ni engañosos. Ya no más alucinaciones ni calles cerradas sobre su vientre hinchado y grisáceo.

En el último día de su estancia el Periférico —anillo inconcluso en las cercanías de San Martín de las Flores— se le apareció al sinaloense como un luminoso atajo para sortear la selva céntrica: decía Juan José Arreola en su Confabulario que no siempre la recta es la distancia más corta entre un punto y otro. El sentido de la orientación, dijo mi invitado, aquí recupera unos cuantos puntos: si el cuento de Cortázar describía una situación por demás desquiciante, el Periférico endereza la ciudad pero tal vez sea una vía de la insensatez, que hasta hace poco cumplía las funciones de un circuito de fórmula uno.

El sinaloense regresó hace días a Escuinapa, y aunque se marchó deslumbrado (no sé si para bien o para mal) por esta ciudad, tuvo mucha razón al decir que Guadalajara bien pudiera ser un laberinto, cuyas salidas nos conducen, en un movimiento circular, de nuevo al punto de inicio. El heterónimo de Pessoa lo sentencia de este modo: “Otra vez vuelvo a verte,/ ciudad de mi infancia pavorosamente perdida…/ Ciudad triste y alegre, otra vez sueño aquí…”

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