En los infiernos del Sur

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    Los universos narrativos de Juan José Arreola y Juan Rulfo, ambos nacidos en los “bajos” de Jalisco, establecieron para siempre nuestra visión de lo que es —y será— esa parte de la geografía de México.
    Por un largo periodo de nuestra historia literaria se les identificó —a Arreola y a Rulfo— como un dúo estrechamente ligado en amistad, en rutas de la imaginación, y en temas y formas de describir lo que es el Sur. No obstante, el tiempo lograría un sano alejamiento, justo porque son, de algún modo, entidades (casi) incomparables. Si bien es cierto que La feria (1963) y Pedro Páramo (1955) mantienen una relación estrecha en torno a la cartografía, a ciertos pasajes (y paisajes) de nuestra historia nacional, y son en suma obras maestras de la ficción latinoamericana, que al tiempo se volvieron universales, hay distinciones que, en rigor, se deben considerar cuando uno las lee.
    Colocaré algunas solamente: en la novela de Arreola —dice Octavio Paz—, una “prodigiosa pirotecnia verbal se alía a la mirada, a un tiempo imparcial e irónica, de un historiador de las costumbres y las almas”; ambas novelas se encuentran en una suerte de estructura sin estructura, de retazos verbales y al parecer sin líneas fijas o hiladas, que las hacen parecer sin una estructura, cuando en realidad las hay. Porque “sí hay estructura en Pedro Páramo —advierte Susan Sontag—, pero es una estructura hecha de silencios, de hilos sueltos, de escenas cortadas, en lo que todo ocurre en un tiempo simultáneo que es un no tiempo”.
    Alberto Paredes, en su Figuras de letras, define con precisión las características de cada una de las dos novelas: a) En La feria confluyen tanto el acendrado costumbrismo como los recursos culturales y estilísticos que la universalidad del momento brindara al escritor. Novela hecha desde su propia fragmentación y como suma casi yuxtapuesta de pequeños sucesos y anécdotas a veces entreverados y a veces desvinculados entre sí. Tal es la vida de un pueblo mexicano: tapiz variopinto de chismes y enredos. b) Pedro Páramo es la imagen necesariamente ambigua. El lector ha descubierto que vivir en Comala (en México) es estar muerto desde siempre. ¿Infierno o Purgatorio? Al final del recorrido, el cacique Pedro Páramo es asesinado y se desmorona como una roca. Visto como situación total (pues la novela necesariamente no sigue cronológicamente el desarrollo de la anécdota), puede interpretarse como pueblo sojuzgado por un cacique muerto desde hace años, esclerosado. El fatalismo social toma cuerpo. Pero el itinerario de los fragmentos concluye con el desmoronamiento de Pedro Páramo: ¿fin del “bache” del sojuzgamiento? Lo propio de Rulfo ha sido producir esa imagen de doble (o múltiple) moraleja. Sea cual sea su lectura, sabemos que nos pertenece; que nos dice.
    De cierta manera, las obras de Arreola y de Rulfo nos declaran que el Purgatorio y el Infierno están enclavados en el Sur de Jalisco; y los mundos de ambos narradores se encuentran y se separan; se hermanan y se desunen al tiempo que son unidades concretas —únicas—, y hay silencios y verbalizaciones y, son, en una frase: historias que conviven en una misma geografía, mas sus enfoques y visiones en poco y a su vez en mucho se parecen o se acercan.
    Completan, es verdad, la mitificación de esta parte del orbe y sus pobladores conviven —vivos y muertos— en las páginas de dos libros incomparables e insuperables.

    La polifonía de Zapotlán
    La nómina de escritores (artistas y personajes célebres en general) de origen jalisciense, es descomunal. Semeja, en número e importancia, a la historia literaria de un país. En varios puntos del territorio jalisciense se han dado cantidades considerables de autores de una factura de calidad bien definida, al punto extremo de ser algunos de orden universal. En las tierras bajas del Sur de Jalisco, han  nacido —como todos saben— artistas cuyas obras forman parte del enorme tejido literario del orbe. En Zapotlán el Grande —que en ocasiones se le ha llamado la Atenas del Sur—, los nombres de Refugio Barragán de Toscano (narradora), José Rolón (músico), José Clemente Orozco (muralista), Guillermo Jiménez (poeta y narrador), Juan José Arreola (narrador), Consuelito Velázquez (compositora), Hugo Salcedo (dramaturgo), son algunos de los nombres de los creadores que le dan fundamental importancia —sin contar los de relevancia regional—, en lo nacional y universal.
    La feria de Arreola sigue en línea recta, en la tradición de Zapotlán el Grande de obras que aluden, hablan o describen de cierto modo al pueblo; tradición iniciada por Refugio Barragán de Toscano con La hija del bandido, o los subterráneos del Nevado (novela, 1887); seguida por Guillermo Jiménez con Zapotlán (novela, 1931), José Rolón con Zapotlán (sinfonía, 1935); y detenida hasta el momento con la novela escrita por Juan José Arreola, La feria (1963) —este año se cumplen cincuenta años de su publicación en la (desaparecida) editorial Joaquín Mortiz.
    La cardinal obra pictórica de José Clemente Orozco —el más universal de nuestros creadores—, también debería estar en esta lista; sin embargo, durante el tiempo en que realizó los murales en distintos recintos de Guadalajara, Orozco pretendió realizar un mosaico sobre la historia del pueblo: al parecer los zapotlenses —los de moral conservadora— le negaron el propósito y nos quedamos sin obras suyas en los muros de Zapotlán el Grande.
    Resulta inquietante para quienes nacimos en Zapotlán, vivir reflejados fielmente en la novela de Juan José Arreola, pues nos hace permanecer como uno de sus personajes, en su retrato fiel sobre el pueblo. Nacido el mismo año de la publicación de La feria, la leí trece años después de su aparición. Desde entonces el lugar y sus pobladores fueron, para mí, siempre sus personajes (me tocó conocer en mi barrio de Cristo Rey todavía vivo a Juan Vites, entre otros protagonistas) y, fiel a la realidad idiosincrática, me procuró un morbo inusitado: cada vez que escuchaba hablar a la gente, nunca dejé —después de aquellas tardes de lectura— de mirar con asombro la capacidad de Arreola en lo relacionado a retratarnos con una fina mirada y unos oídos de músico. Verbalizada como es La feria, aún en la actualidad mantiene su vigencia de mostrarnos nuestra manera de ser. Hablo y actúo como personaje de Arreola. Vivo en relación a esta creación literaria. Me declaro —en una palabra— criatura arreoleana en definitiva. Estoy inmerso en ella y mis coterráneos están también, hasta aquellos que no se han permitido su lectura. La narración me pertenece: soy uno más de esos seres descritos en La feria.
    Rica como es la obra, encuentro cada vez que la leo, algo más sobre mí; pero además logro entender que Arreola es uno de los primeros escritores en incursionar en lo que ahora se nombra “microhistoria” y disfruto del enorme caudal de conocimientos sobre la agricultura, los problemas que han aquejado al pueblo, sobre los oficios más relevantes y, por ende, el íntimo rumor de las voces de sus pobladores. La novela, por otra parte, es posible leerla con un mapa en mano: todos los espacios existen todavía.
    Porque en verdad la novela del zapotlense logra un coro de voces y es gracias a éstas que se construye. Si La feria es deudora del texto de Guillermo Jiménez, Zapotlán, el también autor de Confabulario logra enriquecer y actualizar la perspectiva y forja, de manera fragmentaria, la historia de un Zapotlán el Grande que se proyectó, a lo largo del tiempo, en un punto realmente dentro de la Historia Universal.
    Hay, entonces, en esta narración, un compendio histórico que abarca un largo trecho que va desde la época prehispánica y hasta los años sesenta, pero se prolonga hasta este momento en que escribo estas líneas, pues la capacidad de Arreola, vertida en su única novela, es prodigiosa y perseverante en el tiempo.
    La escritura de La feria tardó al menos nueve años. Arreola en 1954 ya había hecho sus primeros apuntes, que fueron evolucionando, creciendo en puntualidad, en precisión en su escritura, hasta lograr una de las piezas narrativas más relevantes. Resulta extraño que La feria esté al margen del boom latinoamericano, pues cumple a cabalidad con los requisitos de altura y profundidad.
    En La feria se halla una polifonía de registros narrativos y pasajes de la mejor y más grande prosa en nuestro idioma. Hay, además, pasajes inalcanzables por ser únicos: recordemos la “confesión” de los pobladores, los cuentos internos y los poemas. El primero que yo leí —en los textos escolares— fue: Si camino paso a paso hasta el recuerdo más hondo caigo en la húmeda barranca de Toistona, bordeada de helechos y de musgo entrañable. Allí hay una flor blanca. La perfumada estrellita de San Juan que prendió con su alfiler de aroma el primer recuerdo de mi vida terrestre: una tarde de infancia en que salí por primera vez a conocer el campo…

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