El secreto encanto de las bodas ajenas

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En nuestros (buenos) mozos años, mi carnal, nuestros amigos(as) y yo dimos rienda suelta a la expresión fiestera en su máxima potencia carrillera, con creatividad irreverente y una dosis precisa, justa de espontaneidad todopuedeser. Digo, aún lo hacemos, por supuesto, aunque las cosas cambian, todo se transforma y aquello que sube no tiene otra que bajar. Pero eso sí, entre los 15 y 20… y 25…. y 30… y bueno, hasta nuestros días por ahí incluso, una de las formas más divertidas de divertirse divertidísimamente era (es) la opción denominada party crashers –léase polizones fiesteros. En efecto y defecto: fueron (son) muchas las fiestas de desconocidos que terminaron sucumbiendo al encanto de una turba de locos (pero buena onda, que conste), cuando esta bola de inconscientes terminábamos siendo el alma colectiva de esas fiestas ajenas, estuvieran donde estuvieran, fueran de quien fueran, con invitados nunca invitados. Sin embargo, nada como cuando el convoy de autos que surcaba la ciudad en busca de las risas, los excesos y la socialización espontánea frenaba en seco, casi en forma caricaturesca, y descubríamos una boda, mientras comenzaba a dibujarse un sonrisa maligna –mas inocente después de todo– en nuestras caras cómplices y dispuestas a llevar al límite de lo imposible la operación wedding crushers. No faltó que alguien llegara a besar –o más– a la novia; que alguno se sentara en la mesa de los padres, recetándoles una perorata tan absurda como creíble sobre de qué lado masca el cangrejo o la inmortalidad de la iguana; que una de las chicas en franca montaña rusa etílica agarrara el micrófono y se aventara un discurso sobre por qué los novios eran la pareja ideal; que muchos de nosotros anotáramos un gol –o dos o tres o…– esa noche con las varias solteras y hasta dos que tres prefirieran dejar a sus sosos prometidos; que alguien se convirtiera incluso en padrino de bodas, que la boda toda fuera nuestra fiesta toda. Mmm. Qué tiempos aquellos. Años maravillosos, tiempos irrepetibles. Siento una nostalgia tremenda y todo porque vi una película, inaudito homenaje a esa estirpe de reventados primera clase, con la que te meas de la risa de principio hasta el final. Chale, ¡qué ganas de boda ajena!

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Owen Wilson, el inteligente y divertido rubio tarado (como bien lo definiera Rodrigo Fresan) y Vince Vaughan, ese otro divertido e inteligente grandote tarado, son John y Jeremy respectivamente, dúo de talentosos y originales mediadores para divorcios difíciles, que a su vez son mejores amigos y no paran de hablar y decir hilarante idiotez tras otra. Son buenos en su trabajo y se ve que les va muy bien, además de divertirse muy a su manera haciendo lo que hacen. Sin embargo, ellos sí que saben cotorrear, enfiestándose a costillas de las bodas de otros. Sí, en realidad éste es su verdadero trabajo, actividad, placer y/o hobby: ser los colados de las fiestas matrimoniales de cualquier tipo y religión –y casi sexo–, para disfrutarlas como nadie y contagiar ese entusiasmo a cada uno de esos desconocidos que parecerían de toda la vida. El suyo resulta un talento muy especial, un oficio sui generis inspirado en un tal Chazz (Will Farrel, en breve pero genial aparición especial), el hombre que hizo del “partycrushismo” todo un arte llevado a la perfección por ese par de no tan jóvenes que, más allá de querer llevarse a la cama a cuantas solteras de casorios caigan en sus irresistibles redes, en serio se meten en su papel de personajes de ficción, no por obligación, sino porque en realidad sienten y viven y revientan como uno más de la familia, qué como uno más, como los más protagonistas de esas fiestas que parecen no tener fin. Pero, y sin embargo, a todo party crusher le llega su corazoncito, su súbita e inesperada toma de conciencia. ¿Qué estoy haciendo? Qué deshonestidad. ¿Hacia dónde nos va a llevar todo esto? John se siente cansado y Jeremy no encuentra el botón del off que apague su hiperkinética personalidad, y en puerta se vislumbra una boda de altos vuelos, en la que aparecerá un secretario de Hacienda en el cuerpo del siempre camaleónico Christopher Walken; su esposa (Jane Seymore), que está detrás de John solo para que le toque sus chichis de plástico, más dos encrucijadas hermosas (sobre todo Rachel McAdemas, a quien auguro un éxito tremendo y no solo por su belleza) y diametralmente distintas que los llevarán juntos y por separado hacia el camino que nunca sospecharon caminarían. Ni pex.

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La verdad, se agradecen esas comedias estúpidas que te hacen reír estúpidamente de cabo a rabo fílmico “estupidizador”. Pero Wedding crashers (EU, 2005), patética y equívocamente titulada en español Los cazanovias, tiene todos los ingredientes para ser ese tipo de comedia, pero incluso más aún, de diferente manera y por medio de situaciones, diálogos y una estructura poco comunes que rayan tanto en lo imbécil como en lo genial. Sí, parecería por ahí que, de pronto, la historia se pierde o se perdió desde un principio o se perderá a final de cuentas. Pero no solo no se pierde, sino que se encuentra a sí misma en su muy particular manera. En mi no tan humilde opinión de auténtico “partycrushero” de coraza, la película simplemente te hace reír como si la risa fuera el antídoto que se requiere cuando el instante lo amerita. Dirigida por un tal David Dobkin y escrita por otros dos desconocidos: Steve Faber y Bob Fisher, esta cinta constituye una excelente opción si lo que se busca es reír a lo largo de 119 minutos y olvidarse de grandes reflexiones y sentires extraordinarios. No cabe duda que los gabachos son capaces de los más aburridos bodrios o los churros más divertidos. Además, por la química entre Owen y Vince vale la pena el boleto, un boleto que significa simple y sencillamente embarcarse en un cúmulo de inteligentes estupideces que tiene pies y cabeza, a pesar de que de pronto uno podría llegar a pensar que el filme no tiene ni cabeza ni pies. Pero Wilson, quien además de ser uno de los actores más talentosos y genuinos de su generación, normalmente hace películas a la medida de su muy atípica y desmadrosa forma de ser y escribir excelsos guiones como los que a veces co-escribe con su amigazo y fantástico director Wes Anderson, y Vince, quien más allá de últimamente ser conocido porque se dice ha sido literalmente el consolador de la bella y despechada y maravillosa Jennifer Aniston, es un tipo realmente cagado, que sabe hace lo suyo un nivel más arriba del adjetivo chingón, salen no solo avantes con este curioso guión, llevándolo más allá de su valor meramente textual. Es decir, un aplauso a quienes lograron juntarlos, porque esta película no sería la misma si este dúo lunático no la hubiera protagonizado. Mientras tanto, y al tiempo que espero vayan a disfrutarla si lo que quieren es simplemente reír y no pensar, sigo añorando mi época de “partycrushero” con el recuerdo a flor de fiesta, sea de cumpleaños, de aniversario, de bodas o de lo que sea. Y es que como bien reza el eslogan de esta para nada tonta comedia americana, la vida es una fiesta y hay que festejarla, aun rompiendo las reglas, sin agredir el derecho ajeno que por ahí está, y que es la paz.

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