El relato en los huesos

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Marcos Raygoza extiende el brazo y levanta a la altura del hombro el cráneo que tiene en la mano. Por un instante lo mira fijo a los ojos, o por lo menos donde habían estado antes de pudrirse. El parecido shakesperiano salta a la memoria, pero el gesto es tranquilo, sin pesadumbre y, sobre todo, en este caso la cuestión no es la de ser o no ser; más bien es la de eres o no eres. De quién eres. Su mirada apacible escruta los cigomas pronunciados, el vómer aplastado, e intenta interpretar las miles de señas que se pueden encontrar en los huesos para poder ver más allá de la muerte. Pero no después, sino antes de ella.

Alrededor, el ámbito saturado de un olor rancio, a putrefacción, está repleto de huesos humanos: cráneos, costillas, tibias y húmeros; un esqueleto completo en una mesa de vidrio; más cráneos apilados en una vitrina, cráneos con reconstrucciones faciales, cráneos retratados en ilustraciones y fotografías en las paredes. No obstante, es el cuarto con más calor humano que he encontrado desde que entré en el Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses, una serie de edificios fríos, impersonales, sin color, ubicados a un costado de la carretera a Morelia. Afuera, el tráfico intenso se llena de ruidos e improperios, en el ambiente hay smog y vida. Aquí adentro, aun si el aire raspa la garganta al respirarlo, reina la tranquilidad casi confortante de la muerte. Eso sí, una cosa hay que reconocer: la muerte huele feo.

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Marcos Raygoza es el único antropólogo del Occidente de México con especialidad forense. Risueño, de cabello ondulado entrecano y una amabilidad contagiosa, este hombre de 39 años trabaja todos los días para dar una identidad a los centenares de cadáveres que se hallan enterrados, abandonados y sin nombre. Para leer en los huesos la vida anterior a la muerte.

“Un cadáver”, me contesta a la pregunta de qué ve en un esqueleto incompleto que yace en la mesa de su oficina, “pero con las implicaciones que recabo observándolo tengo que plasmar a alguien vivo”. Escribir su “osteobiografía”.

El antropólogo trabaja con un equipo conformado por entomólogos, genetistas, reconstructores faciales, para identificar los cadáveres llamados NN, no nombre, que llegan al instituto forense.

Su labor es fundamental en los casos en que no se puedan reconocer huellas o filiaciones somáticas, es decir, cuando el cadáver se encuentra en un nivel elevado de descomposición, es calcinado, cercenado o es puros huesos.

En instituciones forenses de México hay solamente siete especialistas de este tipo —misma cantidad con que cuenta la sola ciudad de Nueva York— a pesar de que en los últimos años la violencia que se ha generado en el país ha requerido más que nunca profesionales en esta rama, que es parte de la antropología física.

En el sexenio pasado, las autoridades dieron a conocer que se enterraron en fosas comunes más de 24 mil personas, de las cuales, según Amnistía Internacional, alrededor de 15 mil no habrían sido identificadas.

Raygoza tuvo que ir a Cuba a cursar su especialidad, en 2002. Trabaja en el instituto desde 1999, y siempre ha tenido la pasión por la ciencia forense. “Me llamaba la atención, desde la prepa, como los paleoantropólogos lograban formarse la idea de cómo el pitecántropos, por ejemplo, era en vida, con base a sus articulaciones o características, o casos bizarros, como al tiempo de la autoignición, donde los antropólogos fueron llamados a explicar por qué esas personas se encendían”.

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En cada hueso hay un relato. La tarea de Raygoza es rescatarlo, interpretarlo, hacerlo revivir. “Lo primero, es establecer si son humanos o no. Luego si se trata de un hombre o una mujer y de acuerdo a la tafonomía, que es el proceso a través del cual el cadáver se va descomponiendo y se reintegra a la tierra —polvo eres y en polvo te convertirás, explica con la metáfora bíblica—, podemos decir cuánto lleva de haber muerto”.

De una tibia o un húmero desgastado en cierta manera, puede inferir que el sujeto en vida era muy deportivo,  o que usaba muletas, y de una lesión en las costillas o un orificio en el cráneo, establecer como murió.

Dice que, “alarmantemente”, son de 30 a 40 en promedio los cadáveres que analiza cada año, cifra que se incrementó desde que se desató la violencia ligada al narcotráfico, y que a partir de 2002, suman 500 cuerpos que requirieron de su dictamen antropológico. La mayoría de los cuales, murieron de manera violenta.

“Al ver un cadáver, aun cuando existe cierta violencia y encontramos traumas, creo que lo que más me impacta es ir descubriendo cómo llegaron a cometer el homicidio”, explica. “Ves tanta saña, y te preguntas cómo funciona la mente criminal, parece casi deleitarse con todo esto”.
Cita el caso de un niño menor de siete años, “donde los huesos fueron relatando que había sido ultrajado, y después seccionado y cocido, como si fuera un caldo de res”.

Pero su labor incluye diferentes aspectos: “A veces hay cosas tan bizarras, como un diente de tiburón que andaban comerciando en el muelle de Puerto Vallarta, y me lo traen para ver si es patrimonio cultural de la nación, a identificar criminales en fotos borrosas, hasta cuestiones que tienen que ver con los nuevos métodos que ahora está utilizando el crimen organizado”.

Un caso se le ha quedado impreso en la memoria. Cuatro cuerpos enterrados en un despoblado, en bolsas de plástico. Al momento de encontrarlos, tenían 10 o 12 años de haber muerto, y traían celulares, cámaras y anillos de oro. Presentaban todavía material en licuefacción, pudriéndose. Habían sido violados, torturados y enterrados, para luego ser exhumados y tirados en un baldío.

“Fue una tarea titánica, duramos año y medio con el dictamen, porque fue establecer qué hueso era de quién y nos dio tantos datos…”. Incluso lograron reconstruir, a partir de una pastita blanca que flotaba en el líquido en que pusieron los cuerpos, pedacito por pedacito, unos pases de abordar de un vuelo que arrojaron tres nombres, probablemente de las víctimas. Pues a pesar de todas las investigaciones que se hicieron, no se pudo averiguar con certeza la identidad de los sujetos. “Si no se logra, hay frustración por parte de todo el equipo”. 

Sin embargo hay también casos, como el de Rita Pérez, esposa de Pedro Moreno, que les brindan satisfacción y prestigio: “Cuando muere la sepultan, pero en un gobierno pasado la exhuman y meten sus restos en una urna, que se fue de una dependencia a otra, y cuando quieren ponerlos en la rotonda de los jalisciense ilustres, no estaban seguros de que fueran los suyos. Nosotros fuimos quienes los identificamos”.

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Detrás de los lentes, Raygoza escruta desde dos pequeñas fisuras, dóciles. No parecen los ojos de alguien que se enfrenta a diario con la muerte; la ajena, mas “cuál es la relación con ‘su’ muerte’”, le pregunto. La respuesta es tajante: “Fría”.

“Porque la veo aquí todos los días, trabajo con ella, pero en el plano personal tengo que dar vuelta a la hoja para no contaminarme, y afuera la trato con respeto”.

Como muchos de los que se dedican a labores en contacto con tánatos, también él tiene sus formas para exorcizarlo. “Debo tener ciertas costumbres para no contaminarme de lo criminal, por ejemplo, voy a misa todos los domingos, porque tener una creencia en Dios reafirma los valores que me atan a un código ético de conducta”.

¿Y, a nivel personal, no le causa conflicto su trabajo? “Conflictos no. Lo que sí es que esto me afecta en mi capacidad de asombro”.

Deformación profesional. Analizar de continuo cada situación desde la lógica criminal, o ver en un pómulo abultado una malformación del hueso cigomático.

“Creo que necesito ir un año a estudiar, no sé, mecánica automotriz”, dice riendo, “algo que me saque totalmente de lo biológico, porque te digo, si uno ve que está aplicando el análisis criminológico en todo, necesita salirse un rato de esto”.

También porque así, uno puede incurrir en episodios desagradables. “Solía ir a un lugar a comer caldo de res, y siempre preguntaba si tenían un tuétano, la parte seccionada del hueso, y nunca me lo dieron. Un día se le fue en mi plato un pedazo de hueso, lo veo, y resulta que no era de res: era de perro. Dejé la comida, me dio mucha pena y no quise decir nada, pero nunca volví a ese lugar”.

A pesar de todo, desde pequeños a grandes inconvenientes, y al peligro que a veces corre por sus identificaciones, nunca se arrepintió de haber escogido este trabajo, y tampoco se ve haciendo otro.

Sabe que tiene una misión, y no lo hace para obtener a cambio agradecimiento. “Siempre tuve la firme idea de jamás tener contacto con los familiares. Me ha tocado, y ellos quedan con una idea de gratitud, porque gracias a ti pudieron llorar en la tumba de la hija que se habían perdido, y se sienten obligados a demostrarlo.

“Es lo que se le llama la ‘muerte mal curada’: el genero humano, por el mismo temor que le tenemos, manifestamos un gran respeto por la muerte, y el cadáver tiene que ser dolido y llorado, y si no sabe donde está, la familia queda con una sensación de carencia porque no cumplió con todo ese ritual. Y es una situación que tiene un costo muy elevado socialmente, por los 27 mil desaparecidos que hay en México, por el resentimiento de no saber dónde están sus muertos”.

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El aire está impregnado de un olor que recuerda, lejanamente, la parte del mercado donde se prepara el menudo, en que pedazos de res cuelgan de ganchos, envueltos en enjambres de moscas.

“¿No tiene miedo de terminar así, como los cadáveres con los que trabaja?”, le espeto a quemarropa, frente a un esqueleto que presenta evidente señales de violencia.

“Ojalá que no. Es de lo más triste morir de esta forma. Lo más terrible para mí es fallecer en la vía publica o en tu casa”, y, con una lógica que podría parecer inversa, agrega que prefiere un hospital, donde las enfermeras saben cómo tratar a tu cadáver. Cuestión de puntos de vista: de ver las cosas que están más acá o más allá de la muerte.

Lo que sí es seguro, es que la muerte huele feo. “Esto es nomás 5 por ciento de su olor real”, me dice Raygoza. Pero para mí ya es suficiente. Salgo afuera, al aire enrarecido por el smog, los bocinazos y el ruido infernal de la carretera. Aun así, respiro una bocanada de vida.

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