El profeta de la vida mexicana

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—Concho, ¿vamos a jugar jai alai?
—No puedo, estoy con gonorrea.
—No te preocupes, le llamo a Ibargüengoitia
y jugamos de parejas.
(Chiste vasco)

Escritor humorístico fue una etiqueta que, por la naturaleza de su escritura, Jorge Ibargüengoitia (1928-1983) nunca pudo quitarse. Al encontrárselo en la calle, cuenta Juan Villoro, la gente le decía “Qué divertido eres”; y él sentía que le hacían un reclamo, “Lástima que no seas más profundo”. Lo que pasa con él era que las situaciones que componen las tramas de sus cuentos y novelas, y los nudos y protagonistas de sus artículos y crónicas periodísticos, resultan la vuelta de tuerca de lo convencional: ¿si Las muertas no constituye un monumento al humor negro entonces de qué estamos hablando? Al principio de esa novela hay una advertencia: “Algunos de los acontecimientos que aquí se narran son reales. Los personajes son imaginarios”. Y en el apéndice aparece una fotografía con Las muertas, las mujeres explotadas por las hermanas Baladro; lo que cierra la pinza es que todos los rostros están borrados. No, no es chistoso; el asunto raya en lo fársico, en lo nietzscheano —si lo entendemos por inentendible. Jorge Zepeda Patterson nos lo recuerda: “Quien crea que hablo todo esto en serio, es un idiota —dijo Ibargüengoitia—. Quien crea que todo lo que hablo lo digo en broma, es un pendejo”.

El imaginador del Estado del Plan de Abajo entendió muy pronto que la vida nacional, con su fastuosidad y ese despropósito llamado presidencialismo, era un espectro bastante amplio en el que podría caber la sorna y el escarnio. Si los panteones cedían lugar a los restos de los revolucionarios y los hombres insignes, en las páginas ibargüengoitianas aparecen las lápidas idóneas para las tumbas de esos próceres. No hay mejor forma de burla que la que se hace desde la distancia irónica que enfoca y apunta hacia el detalle para magnificarlo. Dice Antonio Ortuño que en “las novelas o las recopilaciones de artículos de Ibargüengoitia… me encuentro con esa particular forma de consuelo que es el confirmar que en México, desde los tiempos de Moctezuma Zocoyotzin, nos están viendo la cara de pendejos”. O, como dice Benito Taibo —que no es lo mismo pero es igual—, “en México (desde la muerte de Ibargüengoitia) nada ha cambiado”.

 

La narrativa ibargüengoitiana tiene la rara cualidad de multiplicarnos. El único requisito para ser parte de tal multiplicación es ser mexicanos. Si hay una pluma que reconozcamos como cercana, si hay tramas y desenlaces en los que aparecemos, o aparece nuestro amigo o el vecino, es en la pluma del autor de Estas ruinas que ves (1975). Fiodor Dostoeivski, en Memorias del subsuelo perfila a un personaje que, conforme avanza la trama, se va desconociendo a sí mismo. En una trayectoria paralela e inversa Ibargüengoitia, en Dos crímenes, nos pone en el centro de las vicisitudes propias del mexicano, asediado siempre por sí mismo y por sus semejantes, y por la autoridad. La historia comienza, dice el protagonista, “una noche en que la policía violó la Constitución”. Otra cosa que sucede con la prosa de Ibargüengoitia es que es un cuchillo largo. “Jorge Ibargüengoitia es un peligro, porque te mira a los ojos, porque te ve por dentro, porque te retrata en dos frases y ya nunca serás el mismo”, sentencia Pedro Ángel Palou. La sumatoria de todo ello hace esquina en una calle de la que todos conocemos su ubicación, porque nos congrega, allí nos sentamos a mirar cómo pasa la vida.

Una más de las cosas que le debemos al autor de Los relámpagos de agosto es la introspección como un ejercicio de rutina y no como una actitud de Pípila resignado. Ortuño apunta: “Logró mirarse y mirarnos sin rencor ni asco, pero también sin esperanza”. Porque este es un país en el que, para sobrevivir, hay que inmunizarse de la vida pública y de los encontronazos que la historia nacional nos sigue asestando. Ibargüengoitia, al modo de Jaime Sabines, lo hizo; escribió el vate chiapaneco: “Amo la indiferencia del mundo para con mi persona”. Han pasado treinta años desde la muerte del escritor de El atentado, y su literatura, tanto en lectores como en su recepción crítica, está más viva que nunca, “entre otras cosas, porque el país que él retrató se ha seguido descomponiendo y de alguna manera reclama esa mirada”, recalca Villoro, y agrega: “De modo que esta realidad cada vez se parece más a lo que él escribió. No era un retratista de costumbres, era el profeta de la vida mexicana”.

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