El bestiario arreolino

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El bestiario (del latín bestiarum) como tal es antiguo. Los primeros de los que se tiene rastro se ubican en la antigua Grecia y, luego, en la Edad Media. Aquellos volúmenes no sólo compendiaban bestias, incluían también plantas y rocas. Y en su mayoría aparecían ilustrados. Había, en el fondo, una intención de conocimiento, los motivaba una índole didáctica. Y se deducía, asimismo, un dejo moral: buscaban dejar en claro que todo lo que se movía en los reinos animal, mineral y vegetal había sido trazado por una mano divina.

A la par del bestiario (o como un sucedáneo) han surgido diccionarios de bestias, manuales de zoología, álbumes de fieras, índices de animales fantásticos y mitológicos, glosarios de criaturas reales e irreales, etcétera. El bestiario, sin embargo, ha prevalecido entre otras razones porque su ejercicio se ha extendido al terreno literario y poético. De las profundidades de la escritura han emergido, como si lo hiciera de un lago un monstruo del que se sabe de su existencia aunque se descrea, animales de estatura poderosa, de armadura irrompible y alcances desproporcionados. De gestos y actitudes humanas, incluso. De allí que el bestiario sea el contenedor de un mundo en constante implosión.

Los especímenes que compendia Juan José Arreola en su Bestiario (1972), por ejemplo, son animales a los que se puede encontrar un buen día. Es decir, no escapan al ojo humano tan fácilmente e, incluso, con algunos es posible llevar una convivencia pacífica y duradera. De estas bestias Arreola proporciona santo y seña de su cuna, evolución y comportamiento, y no resulta descabellado afirmar que estos seres pueblan salas de trofeos de castillos antiguos y abandonados y viejas casonas de la alta ralea. Aunque también podría encontrárseles en domicilios humildes y paredes de coleccionistas, documentos rugosos de anticuarios y láminas de taxidermistas. Es en este escenario en el cual están en su elemento, máxime que algunos puedan ser encontrados a la intemperie, en un solar, un bosque, e incluso en un medio inhóspito y despoblado.

El sapo, el rinoceronte, las aves de rapiña, el carabao, las focas, la hiena, la jirafa, los cérvidos, la boa, los felinos, la cebra, el oso, el bisonte, el avestruz, el elefante, los topos, los monos, las aves acuáticas y el hipopótamo quizá carezcan de un halo fantástico o mitológico (no así el ajolote, al que se asocia con las deidades aztecas), sin embargo poseen características que los emparentan, en su comportamiento, con la condición humana y el talante animal al mismo tiempo, en una mezcla informe de la que salen medianamente bien librados, porque la intención de Arreola está más cercana a la licencia poética y literaria (la inventiva) que a lo científico.

Es fina la línea que separa a una intención sacralizadora de una infamante: en el Bestiario arreolino los animales van por la cuerda floja y el autor sacude uno de los extremos para que se precipiten al vacío. De estos apuros quedan resabios y restos que lindan con la mofa, la sátira, el sarcasmo, la ironía y el desnudo que produce humor negro. El león, por ejemplo, queda mal parado, como si trepado en la cuerda y provisto de su barra de equilibrio perdiera pie y se precipitara al suelo, quedando hecho añicos su esqueleto y su espíritu: “el león sobrelleva a duras penas la terrible majestad de su aspecto”. Cosa semejante con la mujer y el hombre en el “Prólogo” del Bestiario: prójima y prójimo han de amarse sin considerar demasiado el cúmulo de sus defectos y desventajas.

“Antes de devorarlas, el búho digiere mentalmente a sus presas”, dice Arreola de este animal. La jirafa “se ve obligada a desarrollar su acrobacia al revés” y la hiena es un animal “de pocas palabras” y ataca “con el hocico repleto de colmillos”. El elefante “es el último modelo terrestre de maquinaria pesada” y el ajolote “es la sirenita de los charcos mexicanos”. Por último, para nuestro escarnio, ahí está lo que dice con fina puntería del sapo: “…la fealdad del sapo aparece ante nosotros con una abrumadora cualidad de espejo”.

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