EL deseo una mera aspiración

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Con sus matices, la tesis de Querido Miguel, novela de Natalia Ginzburg (publicada en 1973, en Italia), tal vez sea que la felicidad es más escurridiza que un pescado en las manos. Más allá de la presencia más bien vaga, escasas acciones e inesperado destino del protagonista, Miguel, quienes están a su alrededor en realidad son los que llevan la voz cantante en la narración. Con sus encuentros y diálogos componen el grueso de la historia, que sucede espacialmente en Roma e Inglaterra, a donde Miguel huye por ser un perseguido político y porque, sin decirlo, parece desear alejarse de los suyos.

Para los griegos, la felicidad solamente sucedía, se le veía venir, casi como un accidente —de tan fatal su aparición—; es decir, era algo sobre lo que no tenían control, como en aquel refrán de que “aunque te quites o aunque te pongas”. Y para los estoicos la felicidad constituía el bien supremo: la ataraxia: un estado en el que se han superado las circunstancias que vienen del exterior. Quizá una mezcla de estas dos visiones padecieron malamente Miguel y los demás personajes. Entre vaivenes amargos y dulces viven pendientes de este hombre, quien es más un fantasma que un personaje que influye con decisión en sus vidas: son infelices en la medida en que Miguel lo es, o viceversa. Y su perfil se forma con las evocaciones y lo que dicen sus cartas.

Miguel es hijo de un hombre adinerado que pronto muere y le quedan entonces su madre y sus dos hermanas mayores (ambas casadas y con hijos; hay, además, unas gemelas, sólo que menores). Su madre, en su voluntario abandono, lo requiere para amarlo, pero también para resarcir todo ese tiempo que pasó lejos de ella porque su padre, al acontecer la separación conyugal, se lo llevó consigo: el hijo para el padre y las hijas para la madre. Desde este primer hecho queda expuesto el carácter de Miguel y la soledad y vacío de su madre, quien en un truncado intento por allegarse cariño y sostén comienza a escribirle cartas a su hijo.

No es una obra meramente epistolar; sin embargo, las cartas que aparecen intercaladas en la narración (incluso algunas conforman capítulos enteros) constituyen la unión con esos párrafos en los que Ginzburg hace como si, al atardecer, en la banqueta de su casa, se sentara a contar los pormenores de la cotidianidad más austera.

“Querido Miguel”, con esta frase, invariablemente, comienza la mujer las misivas. Y en su escritura le va más que las querencias, pone en juego un pasado que intenta, a su modo, profundizar en un presente que se va torciendo cada vez más: Miguel, como la felicidad, es escurridizo, casi una aparición. Y no basta con invocarlo.

La felicidad en Miguel no está, ni por asomo, porque él mismo se encarga de procurarse la desventura con afán, quizá es un mero espantapájaros hacia el que confluyen los pensamientos y acciones de los demás; en su madre, Adriana, hace tiempo que se esfumó, tras su separación, posterior muerte de su exesposo y por el devenir más bien complicado de sus cinco hijos. En sus hermanas pasa otro tanto, y en su mejor amigo, Osvaldo, tampoco hay mucho que celebrar. Hay, sí, momentos que se parecen mucho a un instante feliz, pero son tan pasajeros que tal vez ni siquiera merezca nombrárseles, menos regodearse en ellos.

“…te deseo la mayor felicidad, caso de que la felicidad exista, posibilidad que tampoco hay que descartar del todo, a pesar de que bien pocas huellas de ella podamos encontrar en este mundo que nos ha tocado en suerte”.

Con este párrafo Adriana —la madre de Miguel—, cierra una carta que le dirige a su hijo ya instalado en Inglaterra y con quien nunca se encuentra de frente durante toda la novela. Nunca se miran, ni sostienen un diálogo. Adriana es infeliz e intuye que su hijo lo es también. Hay un deseo de felicidad, sí, un deseo de que alguien al menos la alcance en su viaje hacia el consumo de los años y la muerte. Pero el deseo, ya se sabe, es una mera aspiración.

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