De espalda a la pantalla

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Sin duda 2013 fue, con mucho, el mejor año del nuevo milenio en la producción y exhibición en salas comerciales de cine hecho en México; las películas Nosotros los Nobles y No se aceptan devoluciones superaron, en conjunto, los 22 millones de espectadores en salas, lo que marcó una histórica asistencia para ver cine nacional del doce por ciento de la taquilla total en la república, en comparación con el cuatro por ciento del año anterior; se filmaron 126 películas, la cifra más alta desde 1959 —cuando ocurrió el ocaso de aquel, ahora mítico, Cine de Oro mexicano— , de las cuales el 75 por ciento contó con algún tipo de apoyo del Estado; son sólo algunas cifras que ofrece el Anuario Estadístico de Cine Mexicano realizado por el IMCINE; buenas nuevas que bien podrían colmarnos el pecho de un esperanzador optimismo.

Pero fuera de la abstracción numérica, productores, directores y públicos enfrentan una realidad que parece no terminar de imbricarse en las estadísticas. En nuestro país, son el Distrito Federal y Jalisco las principales entidades productoras de cine, seguidas de Nuevo León que, a nivel de infraestructura, aún guarda gran dependencia con la capital.

La mágica paradoja del cine mexicano de décadas recientes (de una creciente capacidad para producir películas que, sin embargo, resultan en negocios reiterativamente fallidos) ha dejado un rastro positivo en el contexto presente, pues en comparación con la década anterior, según Jorge González Castaños, director general de la casa productora Unlimited Films en Jalisco, con 35 años de experiencia en producción audiovisual, estamos empezando a pensar en él como una industria. Con todo, la persistencia de casos, tan común en México, donde la misma persona es responsable de la escritura del guion, la dirección y la producción nos mantiene indefinidamente inmersos en una industria artesanal, explica José Felipe Coria, director del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) de la Universidad Nacional Autónoma de México. Acostumbrados a realizar películas de bajo presupuesto con el que intentan hacer maravillas, agrega, cuando se tiene la posibilidad de filmar con 15 o 20 millones de pesos —una bicoca en el mundo cinematográfico internacional— les resulta impresionante.

Invertir, invertir e invertir
A pesar de ello, pensar que hacer cine en México es una inversión a fondo perdido es un error.

No hay más que invertir y volver a invertir —comenta Boris Goldenblank, jefe del Departamento de Imagen y Sonido de la Universidad de Guadalajara— con un trabajo paralelo por la educación de los cineastas para hacer un cine mexicano pensando en el público que esté en la calle, “que se preocupe por los que están excluidos, por ganar a  nuestro público como Hollywood ganó al suyo; y sólo entonces la industria lo verá reflejado”.

Pero lo cierto es que, como apunta Karla Uribe, productora cinematográfica independiente, son escasas las opciones. Si bien el Instituto Mexicano de Cinematografía apoya la producción de películas en cada una de sus etapas, también es cierto que la inversión en el campo es todavía percibida por posibles financiadores sólo como una manera de pagar impuestos, visión que no permite la producción masiva de películas que generen empleos para creativos y técnicos mexicanos. Ello ha derivado en que en México el 60 por ciento de la producción fílmica se componga de óperas primas, mientras que sólo el 15 por ciento represente la producción de cineastas de amplia trayectoria. Si bien esto habla de una ola creciente de jóvenes queriendo hacer cine a nivel profesional, también evidencia la complejidad de construir una carrera en torno a un campo en el que para hacer una primera producción “transcurren entre tres y cinco años. Si la película no resulta negocio y además no ganó premios, quizás la producción quedó endeudada. En tal caso, hacer una segunda producción lleva más tiempo que la primera, entre doce y catorce años, con lo que convertir esto en una carrera puede resultar desgastante”, señala Coria.

De ahí que un Estado que, más que destinar recursos, trabaje en facilitar las condiciones para la producción al mismo tiempo que coadyuve a la participación de empresarios más allá de la visión de mecenazgo reinante y lo invite a convertirse en socio financiero con posibilidades de ganancias porcentuales, podría modificar la visión de hacer cine.

Como si se tratase de un coro al unísono, productores, críticos y directores concuerdan en la sintomática escisión de la producción y la exhibición final, pues si bien la producción mexicana va en ascenso, ello no garantiza que encuentre como destino final al espectador. Entre las que llegan a festivales sin pasar nunca por las salas comerciales y aquéllas que por falta de recursos quedan guardadas en espera de su distribución, México exhibe menos de la mitad de las películas que produce. Por si fuera poco, las cintas que llegan a ver la luz deben enfrentarse con estrenos nacionales e internacionales en un mismo fin de semana de entre cuatro y siete, según la época del año, buscando recaudar lo más posible y evitar sucumbir ante las exigencias del exhibidor comercial que suele obtener altos márgenes de ganancia de la recuperación en taquilla, dejando en numerosas ocasiones a los productores con un lucro mínimo o en números rojos.

Una industria funcional —explica Coria— respetaría el esquema del treinta por ciento destinado a la producción, treinta por ciento a la postproducción, treinta por ciento a la distribución y exhibición, y diez por ciento al mantenimiento y reinversión en infraestructura. Lo cierto es que en nuestro país casi el cincuenta por ciento se destina al exhibidor, entre el treinta y el cuarenta y dos al distribuidor y solamente entre el ocho y el veinte al productor. Así que la película que vale tres millones de dólares —si se quiere que sea negocio— “tendría que recuperar quince, que se traducen en una barbaridad de espectadores (alrededor de cinco millones). Toda una proeza en México”.

“Necesitamos de políticas y leyes reales que protejan a nuestros creadores y a nuestro cine nacional”, dice Uribe, “requerimos espacios culturales alternativos, más cinetecas para proyectar nuestra películas, en donde además, los costos que conlleva la venta de boletos sean justos para nuestros espectadores”.

Públicos y directores: de espaldas
Sin embargo, el núcleo problemático de un cine que, a pesar de los intentos de las últimas dos décadas, parece no terminar de despuntar, no se constriñen a la economía sino que existe al mismo tiempo un desfase entre las búsquedas de los públicos y las de los realizadores. Como productor, González Castaños lo tiene muy claro: “Tenemos directores mexicanos muy buenos para ganar premios pero no tanto para hacer que la gente vaya a las salas. Al tiempo que se está produciendo más, también se está perdiendo dinero porque todavía prima la idea de que esto es más un arte que una industria”. En palabras de Coria, “no hemos encontrado el punto medio, y es que tenemos bien un cine ultraelitista de festival, a veces hecho de espaldas al público; o bien, uno ligerísimo o tremendamente melodramático”.

Aunado a ello, la necesidad de pertenencia a un gremio de características herméticas, lleva a muchos directores a abordar historias y temáticas menos comerciales ofreciendo la impresión de que dirigen para otros directores. Así, el reproche intrínseco del cine de autor en México consiste en contravenir a las expectativas de entretenimiento de los espectadores, lo mismo que éstos castigan a un cine que consideran denso negándole la posibilidad de la taquilla, abriendo así una brecha que hoy cuesta trabajo y recursos financieros zanjar.

No obstante, una visión instrumentalista a ultranza podría derivar en el riesgo de basar la producción fílmica del país en un cine ligero de fácil digestión que, según Coria, no permitiría la formación de nuevos públicos, incurriendo en el error de dejarlo fuera de la ecuación. Un proceso que según Goldenblank sucede actualmente, en que se olvida el carácter colectivo, social y humanístico del cine: “Si bien éste debe mirar la gente que camina por la calle, a esos millones, debemos comprender que su finalidad no sólo es mostrarle una película al público, sino formarlo, para ser reconocido más tarde como su aliado, su abogado, su denunciador, su voz. El cine también debe exigir. Por esto, no importa tanto la cantidad de películas producidas, como su contenido y su calidad temática. Producir por sumar números no es indicador de bienestar, sino un objetivo vacío”.

Los retos para el futuro no prospectan un camino fácil para una producción que debe mediar entre las búsquedas culturales y las financieras, y que no parece especialmente preparada para dar el paso, inevitable en las cinematografías alrededor del mundo, a la exhibición en plataformas digitales, por una —en palabras de Coria— enraizada “admiración por la exhibición teatral del cine”. No obstante, el crecimiento de los últimos once años de la producción en el centro de México, y la proliferación de casas productoras independientes en Jalisco desde hace quince años, estableciendo en el Occidente del país un nuevo punto de producción que depende cada vez menos de la capital, evidencian el crecimiento de una industria que no está dispuesta a dejarse morir de inanición.

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