Camus aquejado por un destino

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Se dice que cuando a alguien le toca, por más que haga, lo alcanza la suerte, la tragedia. No se puede descartar que en tal cosa juegan un papel importante el contexto y las circunstancias; sin embargo, nadie puede esquivar la feroz embestida de los acontecimientos cuando éstos se han empecinado en darnos alcance. Se trata de ese juego de la guillotina que cae sobre una cabeza: el instante que precede al tajo certero se da dentro de una atmósfera cargada de falsos triunfalismos y de certeras derrotas: en esa ambivalencia se mueve el condenado, pero es fácil encontrarle también en ese baile en el que la última pieza siempre se ha de emprender solo, bajo la luz de un farol y un vaso de vino en la mano.

Me vienen a la memoria un par de ejemplos bastante elocuentes en la literatura: Gustavo von Aschenbach en La muerte en Venecia (Thomas Mann, 1966), quien, mientras toma un descanso vacacional en Venecia, se ve sorprendido por un enamoramiento, que, de algún modo, lo conduce a la pérdida de la vida y Pascual Duarte, aquel personaje de Camilo José Cela que se vio aquejado siempre por un destino que desde pequeño le había dado la espalda y al cual nunca supo cómo sacarle la vuelta; fue él el centro de un argumento nudoso de fatalidades (La familia de Pascual Duarte, 1942). Aunque disímiles en sus motivaciones y contextos, comparten su aire de inevitabilidad.

No obstante su innegable cercanía con los personajes de Kafka, algo de esto le sucede a Meursault, al vaciar la pistola sin motivo de por medio sobre un árabe en una playa ardiente de sol (El extranjero, 1942); a Calígula, con la muerte de su hermana Drusila y su entregarse a la locura y el despotismo, primera espada del nihilismo (Calígula, 1945) y a los pobladores de la ciudad de Orán (La peste, 1947), que se ven acorralados entre dos muros por una peste mortal. Albert Camus (1913-1960, en este año se cumple el centenario de su nacimiento) en su obra emprende, entre muchas otras, una cruzada contra las fuerzas que se abaten sobre la condición humana. Fuerzas, casi siempre, que pretenden embotarlo y de un gancho certero tirarlo al suelo. Hay en ello una idea subyacente: el hombre no es un títere, aunque, lo que lo rodea, se empeñe en tal cosa.

Se lee en la penúltima página de La peste: “Hay en los hombres más cosas de admiración que de desprecio”. Esta frase, que puede sonar rimbombante no es más que el corolario de los esfuerzos del doctor Rieux por erradicar la peste bubónica de su ciudad, Orán, y podría considerarse, al mismo tiempo, uno de los máximos postulados de Camus. El novelista supo, desde su dura infancia pasada en Argel que el hombre, como principal agente de la historia, de sus cambios y retrocesos, merece siempre una segunda oportunidad. Y él se las dio a la mayoría de sus personajes. Incluso, se la concedió a sí mismo: llega a París tras ser expulsado de Argelia.

Camus y su vieja Argelia

Camus encarna un raro ejemplo (raro por escaso) entre los escritores: tanto su vida como su obra se erigen como un reflejo fiel de las virtudes y defectos implícitos en la condición humana. “Él había crecido en una pobreza desnuda como la muerte, entre sustantivos comunes”, escribe en El primer hombre (1994), novela autobiográfica y póstuma. Se refiere al personaje Jacques, o a Camus mismo. Pertenecía a una “…tribu de flacos de aire indolente pero de energía infatigable, en quienes la vejez no parecía hacer mella”, dice más adelante en esta novela sobre la vieja Argelia que, según Jean Daniel, “…hizo revivir la experiencia de

Camus como un hombre que lucha contra las fuerzas que le impiden ser feliz”.

Se sabe que el padre de Camus murió en la guerra, y que esa ausencia, aunada al hecho de que su madre era analfabeta y no podía leer lo que él escribía, la pobreza y la ruda educación de su abuela materna, vino a condicionarlo en adelante: “…la serie de sucesivas limitaciones a la felicidad: la miseria, la enfermedad (tísico), la falta del padre, el silencio de la madre”, escribe Daniel. En El primer hombre hay una clara alusión al culto que Camus, y su familia, tenían por el padre muerto en batalla: “La esquirla del obús que había abierto la cabeza de su padre se guardaba en la cajita de bizcochos… con las postales enviadas desde el frente…”

Si no se cree en Dios ni en la razón hay que saber comportarse. Esto lo escribió Camus en El hombre rebelde (1951). Hay que tener una noción atinada sobre cómo llevar la vida adelante, a sabiendas de que el camino no está exento de contrariedades y sorpresas. El silencio de su madre se acentuaba cuando la abuela de Camus lo reprendía, le gritaba y lo azotaba: el novelista jugó futbol profesional en Argel como portero, pero sus inicios en este deporte fueron más bien tormentosos: en cuanto llegaba de la escuela su abuela le revisaba las suelas de los zapatos para saber si había jugado o no; de darse cuenta, lo azotaba. Jean Daniel refiere que “en realidad nadie le había enseñado lo que estaba bien o lo que estaba mal. Había ciertas cosas prohibidas y las infracciones eran duramente sancionadas”.

Cuando Camus desembarca en Francia no ha cumplido todavía los treinta años. Es el año 1940. Y ya lleva, bajo el brazo, El extranjero, que se publicaría dos años después. Para ese tiempo, sin embargo, ya había escrito también El mito de Sísifo y Calígula (lo que se ha dado en llamar el ciclo del Absurdo). “Es un periodo muy fuerte de su vida. Vive en un hotelucho miserable, frecuentado por chulos y prostitutas, en un cuarto lastimoso. Francia está en guerra. Vive de lo que puede, come mal y tiene frío. Pese a todo es feliz, como si se sumergiera en las caricias de sus lejanas riberas (en Argel)”. Le es fiel, en todo tiempo, a lo que cree y por lo que lucha. Escribió en una hoja: “No tenemos tiempo de ser nosotros mismos. Solo tenemos tiempo de ser felices”.

La inocencia de Meursault

A pesar de todo, Meursault es un hombre inocente. Se trata de una inocencia que le es inherente. Como el Camus niño en Argel no distingue con facilidad entre el bien y el mal. Mata a un árabe en una playa, y es culpable de eso. Pero, en el fondo, quizá no es más que un hombre inocente: no quería hacerlo. Mario Vargas Llosa escribe que “el libro fue recibido como una metáfora sobre la sinrazón del mundo y de la vida” (La verdad de las mentiras, 2004). Esto da una idea de que Meursault, como muchos hombres a lo largo de la historia, metafóricamente hablando, fue llevado a un paredón en cuyo frente, a tres metros, había un pelotón con los rifles dispuestos. Es decir, fue “arrojado a una vida sin sentido”. Condenado, expulsado, tratado como un extranjero. A esto, sin embargo, se le podría oponer lo que Camus mismo diría: “La idea más natural al hombre, la que se le presenta ingenuamente como si viniera del fondo de su naturaleza, es la idea de su inocencia”.

El exilio autoinfligido de los habitantes de Orán en La peste se repite, a su manera, en el autoexilio de Meursault de la sociedad y de lo que ésta tiene puesto en pedestal: un hedonismo que asoma a ráfagas pero que se satisface por sí solo y no alcanza a tocar los adentros, esas venas tan apreciadas por Camus. Si los conciudadanos de Orán se ven forzados, unos, a abandonar la ciudad por la peste y otros, a quedarse en ella porque se cierran sus puertas, se debe a la imposibilidad de convivir entre ellos por el temor a contagiar o a contagiarse de sus seres queridos: en ello radica su límite y, al mismo tiempo, su más acendrado temor. Meursault, por su parte, no llega a conmoverse por lo que le sucede a sus semejantes, pero sí con la luz del cielo, con el perro enfermo de su vecino Salamano y con la vida que a cierta hora adquieren las calles de su barrio.

Witol, personaje de Cosmos (Witold Gombrowicz, 1969), hacia el final de la novela, da con las motivaciones del asesino: “Comencé a comprender el ser del asesino. Se mata cuando el asesinato se vuelve fácil, cuando no se tiene otra cosa que hacer”. Esto mismo podría aplicarse en el asesinato de Meursault sobre el árabe: “Era el mismo sol del día en que enterré a mamá… Esa quemadura que no podía soportar me hizo dar un paso hacia delante (pistola en mano)”. A dar ese paso lo obligaron el sol y sus latigazos, “fue entonces cuando todo vaciló” y se rompió el equilibrio del día. Meursault no quiso asesinarlo, pero lo mató. Con todo, concuerdo con lo que escribe Vargas Llosa: “…su individualismo feroz, irreprimible, hace que el personaje de Camus nos conmueva y despierte nuestra oscura solidaridad”.

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