Ardores de luz

    842

    Tras cruzar la selva oscura, Dante se encuentra con una pantera que simboliza la lujuria. La sombra de tal fiera ha estado presente desde siempre en la literatura, pues la sexualidad, así como el erotismo y el amor, crecen, renacen y mueren de mil formas en la vida vivida y en la imaginada. “La historia de la visita de la Pantera es esa historia que narra un fragmento de la vida de dos seres que se aman”, leemos en Ardentía, de Víctor Manuel Pazarín, poemario de reciente publicación en la editorial argentina Doble Sol.
    En esta obra el amor erótico es pantera lúbrica, surgida de las sombras: “Dentro de la casa la pantera creció. Se volvió enorme. Impasible. Indócil. Algo de mí quedaba. Entre sudores fríos, mi corazón luchó con la pantera”.
    El autor sigue la tradición baudeleriana de los poemas en prosa. Ardentía canta con “esa otra voz” que es la poesía: comunicación de lo fugitivo, permanencia —por el lenguaje– de los fantasmas huidizos de la sensación, del amor y su efímera eternidad. La poesía, dice Octavio Paz, es una erótica verbal; por eso los poetas saben comunicar esa otra poética, la corporal, que es el erotismo.
    Palabra y cuerpo, en este contexto, tienen como impulso la inventiva; poesía y erotismo copulan con la imaginación, con el deseo: generan mundos, quebrantan espacio y tiempo: “Las bocas enlazadas mordiendo el Tiempo. El Tiempo que se reencuentra en este tiempo que se desvanece […] Se saben el amor y no les importa”.
    Los amantes de Ardentía reciben alas, sus cuerpos arden hasta quedar suspendidos. Este vuelo –la imaginación– es la distancia con la mera sexualidad, pues el erotismo es rito, representación: “La Ceremonia del vino, el Ritual de sangre, ¿recuerdas? / Sellamos nuestro pacto abriéndonos las venas: la circulación de la sangre hizo de nosotros –el cuerpo, nuestra carne– una sola unidad. Espíritu. Espíritu”.
    Paz expone en La llama doble que para el amante el cuerpo deseado es su alma; el amor es por ello trasgresión: “el amante ama al cuerpo como si fuese alma y al alma como si fuese cuerpo”. En la transposición de lo corporal a lo espiritual, en esta (para algunas tradiciones) herejía, reside una de las paradojas del amor, el lazo trágico de amar simultáneamente un alma inmortal y un cuerpo sometido al dominio del tiempo.
    La (a)tormenta
    La presencia del felino, el amor, que acecha a los amantes es también lucha. No en vano Istar, diosa del amor sexual, es también diosa de la guerra, señora de las batallas. Como leemos en el poema “Los amantes”: “Caminan adentro de la noche. Como dos fuegos que perdidos se encontraran y se unieran. Se encontraran y se unieran en dos heridas de espadas. Por la noche unidos como el fuego, los amantes como el fuego se adentran y se tocan. Se alivian y se hieren. Se acechan y se atacan. Como dos lanzas que en el aire se encontraran, los amantes se entregan. Los amantes se entregan perdidos en la noche. Y se unen, vulnerables como siempre lo han sido, en un ardiente beso que en las sombras de la noche ocultan”.
    Amor y guerra: asimilación de los contrarios en unidad (“Desenfreno de los cuerpos que ardían y no se quemaban”). El rostro bélico, la batalla, palpita en el centro mismo del amor, puesto que la atracción sentida por los amantes, es involuntaria, impulso (sea destino, encantamiento o posea una explicación fisiológica o psicológica) y, a un tiempo, es elección, nudo entre dos libertades: “Extensión de los cuerpos: libertad del amor, cárcel del placer, curación de todos los males”.
    La paradoja de la libertad, de acuerdo con Paz, camina sobre un suelo fúnebre, se encuentra rodeada de una vegetación venenosa: las traiciones, los celos, el olvido. El olvido, el dolor, la pregunta: “¿Qué de mí y de ti dice la noche, cuando el silencio está entre los dos; cuando el miedo, revelado como un secreto no es más que una distancia imposible de salvar?”. El amor se entrega, en esta obra de Víctor Manuel Pazarín, en un plato de sangre, y aunque al fin parezca pérdida, cansancio, agotamiento, el dolor, también, une y desgarra: el dolor es extravío para encontrarse.
    En Ardentía aparecen resonancias poéticas del Cantar de los cantares y del amor cortés. Más que artificio o instrumento al servicio de la palabra, tal presencia es manifiesto de que el amor es un rito de continua invención: la reina amándose con el esclavo, el vasallo que reinventa la historia y canta, Esopus. Personajes que transitan por las páginas en llamas, que testimonian, al decir de Paz, que “más allá de felicidad o infelicidad, aunque sea las dos cosas, el amor es intensidad; no nos regala la eternidad sino la vivacidad, ese minuto en el que se entreabren las puertas del tiempo y del espacio: aquí es allá y ahora es siempre”.
    La historia del amor, la historia del dolor, es serpiente mordiendo su cola: Ardentía, un fragmento de los ardores y luminosidades, el tacto de la libre fatalidad, pálpito y emoción de lo que nunca terminará de vivirse ni de poetizarse.

    Artículo anteriorVladimir Milchtein
    Artículo siguienteLos obesos y sus bolillos