Amanuenses en una realidad virtual

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    Tac-tac-tac-tac. El ruido incesante de las duras teclas invade el pequeño pasillo. Luego, una campanilla y el golpe seco que hace girar el rodillo y regresa el carro a su lugar. Otra vez el tecleo: tac-tac. Una pausa y apenas perceptible, el murmullo de quien relee lo que acaba de escribir.
    La blanca hoja de papel es el centro de atención del escribano y de quien le dicta. No. No es una pantalla la que tienen enfrente. Ni tampoco un teclado con decenas de botoncitos ergonómicamente diseñados. Mucho menos un cursor parpadeante. Lo que tienen ante sí, es uno de esos instrumentos que los niños actuales ya ni saben que existieron: una máquina de escribir.
    Pocos podrían pensar que en una época en la que las cartas, mensajes, documentos o trámites pueden ser escritos y enviados en segundos desde un aparato pequeño y portátil, todavía alguien pueda recurrir a esa pesada máquina con tinta rodante y con una cajita de papeles correctores pegada a un costado.
    La expresión de burla de don Antonio Hernández me dice lo contrario. Cada día, por lo menos unas 15 personas acuden a él para que les escriba algún documento. Heredero de un oficio que data desde épocas pre-revolucionarias, lleva 55 años dedicado a dar forma a las palabras de otros.
    Sentado frente a su vieja Olivetti con un color verdoso desgastado, cuenta que su padre, sus tíos y sus hermanos, todos se dedicaron a ser escribientes, como se les conoce.
    A principios del siglo pasado, los de su oficio (que iniciaron escribiendo a mano), instalaban sus mesitas y sus sillas en diferentes puntos de la ciudad: la Plaza de la Soledad (hoy la Rotonda de los Jalisciences ilustres), Plaza Liberación o al lado de los juzgados de Pedro Moreno, el mercado San Juan de Dios. Desde hace 33 años se volvieron parte del paisaje de la plaza tapatía. Una imagen que transporta por segundos, a esa ciudad de antaño que olía a rosas.
    En un país con altos índices de analfabetismo, como era el México de Porfirio Díaz, el oficio adquirió mucho prestigio. Incluso una calle llego a ser conocida como “De los escritorios”, en alusión a los espacios que montan para trabajar. Los escribientes se convertían en intermediarios y testigos de las penurias, la pobreza, pero también de las intimidades, aventuras y desamores de sus clientes.
    Antes el escribiente plasmaba en papel el amor y la pasión de los enamorados. Los chavos acudían a dictarle lo que querían decirle a esa que les quitaba el sueño. Él le ponía de su cosecha, “luego la muchacha venía para contestarle al enamorado y yo trataba de convencerla que le diera el sí”, cuenta con picardía.
    Las penas amorosas dieron paso a los apuros económicos o legales. Ahora casi todos los clientes piden que les ayuden a llenar una solicitud de trabajo, a redactar una carta para pedir su pensión, una ayuda de gobierno o para hacer un trámite en los juzgados.
    “Cartas de amor ya no (hacemos). Muchos abogados prefieren venirse aquí a redactar sus documentos para no irse hasta su oficina, pero la gente nos piden también cartas de recomendación, currículums o solicitudes a alguna dependencia del gobierno. Vienen personas de la tercera edad a que les hagamos cartas para el gobernador o el presidente para pedirles ayuda”.
    Por unos 35 o 40 pesos por cuartilla y expresar la idea general, uno puede tener un documento bien redactado y con las palabras más adecuadas y certeras. Por 25 o 30 el cliente puede dictar al escribiente lo que quiera. A veces este se convierte también en asesor. “Ahí les anda diciendo uno a dónde vayan o cómo pedir lo que quieren”.
    Desde tempranito los escribientes públicos comienzan a recibir clientes. Aunque muchos de ellos añoran la época en que tenían filas de gente esperando su turno para dictarles. La fotocopiadora y luego el fax fueron arrebatándoles el placer de escribir. Y qué decir de las computadoras, el correo electrónico y los trámites en línea.
    Pero con todo y modernidad, muchos como don Antonio, disfrutan seguir ayudando a la gente. Escribir y estar frente a la máquina se convirtió en un modo de vida.
    “Es un trabajo muy bueno. Ve uno mucha gente y sobre todo me gusta el paisaje. ¿Quién tiene en su oficina un parquecito como el que tengo yo todos los días?”, dice refiriéndose a las fuentes y áreas verdes que decoran uno de los corredores de la Plaza Tapatía.
    A pesar de que las tecnologías avanzan a pasos agigantados, don Antonio no tiene miedo de que un día su oficio se pierda. “No va a desaparecer por una sencilla razón: no todos sabemos hacer las cosas y siempre ocupamos de alguien que nos ayude y nos oriente. Y es lo que hacemos nosotros aquí. Ayudamos a la gente y la orientamos si no sabe cómo hacer sus trámites. Y eso no lo dan las nuevas tecnologías”.

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