Italia es toda una amalgama de facetas sociales, culturales y políticas que han quedado plasmadas en diferentes manifestaciones, las que aunque contienen un aire trágico o nostálgico, nunca se desprenden, en mayor o menor medida, de los matices de la comedia, de lo carnavalesco o la ironía. Tales expresiones tamizadas así, se han visto reflejadas en todas sus artes, pero a gran nivel mediático fundamentalmente a través de su cinematografía, con personajes y directores que han abordado esos registros, y que alcanzaron sus mejores momentos entre el final de la Segunda Guerra mundial y los años setenta.
En esta edición treinta del FICG, en que Italia es el país invitado, cabe entonces plantearse cómo se perciben los italianos mediante esos filmes, que al igual que en otras artes escenifican rostros que parecen opuestos pero que nunca dejan de estar entrelazados. Así lo piensa Toni Servillo, actor de la película La gran belleza (2013), la que en manos del director Paolo Sorrentino, ha querido rescatar las pasadas glorias del cine italiano tan diluido en los últimos años, y que en 2014 ganó el Oscar a la mejor película extranjera. Para él la italianidad no es otra cosa que “la capacidad imaginativa, intuitiva, enmarcada por una sonrisa. Esa es la cosa más bella de los italianos. Una sonrisa que en otros países es más difícil de sentir. No sé cómo explicarlo, pero cuando este país logra expresar sus aspectos mejores —vinculados a una genialidad, a una intuición, a una riqueza imaginativa—, siempre los relaciona con una sonrisa, ya sea en el campo de las artes, de las ciencias, incluso de la política”.
Y por la otra cara, Servillo mismo añade: “Aunque también hay que decir que cuando se le da vuelta a la moneda, uno se encuentra de frente otra sonrisa, ya no alegre, sino cínica. Los grandes autores italianos del teatro han contado estas dos partes de la moneda. Esta sonrisa que se alza, sublime, ligera, y esa otra sonrisa cínica, incapaz de creer ya en nada. Tal vez ésta es una de las razones por las que este país es un país de grandes representaciones. Hay quien consigue ser muy auténtico en su propia ficción”.
Una de las primeras películas hechas en Italia y que crearon impacto en el mundo y en otros cineastas fue Inferno (1911) de Giuseppe de Liguoro, que con pocos recursos materiales y técnicos hizo una adaptación de la Divina Comedia que logró una gran atmósfera de ensoñación y abandono. Ahí estaba un primer espejo del arte que recuperaba otra visión de un mundo latino que se volvía universal, y luego vino Cabiria (1914) de Giovanni Pastrone, que influiría para siempre el cine grandilocuente, que los norteamericanos jamás han terminado por abandonar.
Después de aquello, vendría una serie de cintas que tratarían de abrirse camino entre las dificultades económicas que supusieron el final de la Primera Guerra mundial, y la adaptación a la creación del cine sonoro que a tantos directores y actores dejaría fuera de escena, pero aquellos años no tendrían gran pena ni gloria. Sería el germen que se incubó durante la Italia fascista y el despertar de la desgracia en los años que vendrían al finalizar la Segunda Guerra mundial, lo que detonó una conciencia social que se llevó a las pantallas con una franqueza que dolía pero que haría que los espectadores encontraran sus propios destinos en aquellas imágenes. Las de aquella tierra ahora de derrotados y jodidos, de pecadores, a la que con sarcasmo se refirió Curzio Malaparte en su novela La piel que en los años ochenta sería llevada al cine, y que contó con la actuación del inolvidable Marcello Mastroianni.
Pero volviendo a aquellos años de desencanto de la posguerra, de enormes carencias económicas y de tambaleos morales, son los que dieron paso al Neorrealismo italiano, que mostró sin embellecimientos o eufemismos las verdaderas caras cotidianas de este pueblo mediterráneo, así fueran incómodas al espectador, y que es su mayor contribución al cine, y que habría de incidir en posteriores corrientes que se engendrarían en otros países. Con esa premisa, nacerían obras determinantes para ese movimiento: Ladrón de bicicletas (1948) y El limpiabotas (1946), ambas del director Vittorio De Sica, a la vez de gente como Giuseppe De Santis con Arroz amargo (1949); Roberto Rosellini con su Roma ciudad abierta (1945), y Luchino Visconti con Obsesión (1943).
Al final del Neorrealismo aparecería el poeta y cineasta Pier Paolo Pasolini, quien se acercaba con su trabajo a la Commedia dell’Arte, y que realizó filmes como El evangelio según San Mateo (1964), El Decamerón (1971) y Saló o los 120 días de Sodoma (1975).
Aquellos días y aquella corriente darían pie para que emergiera el que quizá sea considerado como el más grande cineasta de Italia: Federico Fellini. El hombre que se refirió a su trabajo como “un artesano que no tiene nada que decir, pero sabe cómo decirlo”, y que al mismo tiempo consideraba al cine como un “negocio macabro, grotesco: es una mezcla de partido de futbol y burdel”. De él se recuerdan títulos como La strada (1954), La Dolce Vita (1960), Otto e mezzo (1963) y Roma (1972).
Después de aquello no se puede dejar de mencionar a la llamada comedia a la italiana, que nació en los años cincuenta y en la que participaron actores como Marcello Mastroianni, Ugo Tognazzi, Vittorio Gassman, Sofia Loren, y directores como Mario Monicelli, Ettore Scola y Dino Risi. Todos ellos abundando en la concepción de que el cine italiano es una gran comedia con variaciones, y que confirma un periodista italiano, al decirme que “es lo que mejor sabemos hacer”.
A la par del ya mencionado filme de Sorrentino –que con cierta sorna y cinismo retrata la decadencia de una sociedad aristocrática e intelectual enclavada en el escenario de una Roma, que contempla como un bello vestigio pero ya sin vida–, apareció El árbitro (2013) de Paolo Zucca, que también recupera esa particular manera italiana de hacer comedia cinematográfica.
Con la belleza del blanco y negro, que se aleja del chillante colorido futbolero, lleva con humor sí, pero fresco y espontáneo, la historia de un par de equipos en eterna disputa de tercera división, uno dirigido por los poderosos de la región, y otro paupérrimo y humillado, siempre esperanzado en ganar y arropado por la solidaridad de la gente del pueblo al que pertenece. Paralelamente, aparece la vida de un árbitro exitoso y comprometido que concibe su oficio con fe y religiosidad, y como un personaje no sólo con poder, sino escénico y estilizado, contrario a un desparpajado y parcial colega que pita en tercera división, y sin embargo, ambos se ven involucrados en un caso de corrupción que termina por decidir el encuentro fílmico.
Italia es un mundo, a veces desbordado, impetuoso, confuso, y un tanto dramático que se asemeja mucho al de estas tierras. Un país que incide en las pantallas y donde, como dice Servillo, “en las últimas décadas la política ha sido arrastrada a un nivel de curiosidad perniciosa hasta el límite de la perversión.
Se invade lo íntimo, lo privado, hasta el punto de relegar a un segundo plano los temas generales, las grandes cuestiones. Y demasiado a menudo la dimensión de lo privado exhibido en primera página sirve para ocultar lo que se hace tranquilamente entre bastidores. Una multiplicación de la escena pública no entendida como acción política, sino como exhibición”.
De ello ha de saber el cineasta Bernardo Bertolucci, quien no ha dudado en utilizar su trabajo para mostrar sus puntos de vista políticos e ideológicos, y sobre lo que se recuerdan filmes como Prima della rivoluzione (1964), Il conformista (1970), Novecento (1976) o El último emperador (1987).