miércoles, diciembre 3, 2025
miércoles 3, diciembre, 2025

Una noche de epifanías con Gael García Bernal

A Gael una profesora le dijo alguna vez: lograrás lo que te propongas. A nuestra corresponsal, esta misma máxima -que siempre le profetiza su abuela- la empujó a formarse por horas, abrirse paso entre la multitud y al fin armarse de valor para entregarle una carta al actor, que había escrito sentada en el piso de la sala de prensa de FIL

Antes las seis de la tarde algo en el aire ya venía diferente: se compactaba, se volvía rumor y empujón. Aficionados empezaron a formarse alrededor del Auditorio Juan Rulfo de la Expo Guadalajara —las entradas, los pasillos, la sala—: todo lleno. 

Yo llegué pensando que iba a ser más fácil de lo que esperaba. Error. Una chica altísima y pinta de modelo estaba ahí, esperando. “Coordinando” según. Me formé atrás de ella, no hubo mucha plática más que unas cuantas preguntas que me hacía acerca de qué se supone que iba a tratar la conferencia. Me reí. Atrás de mí estaba un chico chistoso, junto con quien parecía ser su novia: una aficionada total a Gael con un acento extranjero. La verdad es que yo me había preparado escuchando los dos títulos, me parecía casi una falta de respeto plantarme ahí y pretender saber de qué iba a tratar la charla. Le respondí intentando que no fuera tan técnico. Solo asintió y mejor le preguntó a la IA. Bueno, al menos intenté. 

En cuestión de minutos aquello dejó de ser asunto de unos cuantos; se convertió en un río de cuerpos que no dejaba pasar ni al que llevaba prisa ni al que solo quería husmear. Había prensa, curiosos, fans que llevaban carteles y camisetas, y otros que solo querían poder decir: “yo estuve ahí”. ¿Y para qué? Bueno, la estrella Internacional tapatía, Gael García Bernal venía a la Feria Internacional de Libro (FIL) a presentarnos sus audiolibros: “Hilde Krüger”: una radio-novela sobre una espía nazi en tierras mexicanas que intenta salvar su carrera como actriz. Y “Metamorfosis”: adaptación sonora de la obra de Franz Kafka. 

En medio de ese caldo de emociones y codazos, yo —corresponsal de Gaceta UDG— me planté con mi libreta, mi pluma y una carta escrita en el suelo de la sala de prensa, todavía caliente de la mañana. Decidida a no perderme la charla ni de loca.

Foto: Paola Borbón

La escena olía a nervio y conflicto próximo. Se escuchaban risas, susurros de estrategia para colarse y, a un cierto punto, gritos de quien exigía pasar. En menos de nada, la organización tuvo que empezar a numerarnos el brazo; me apuntaron con plumón indeleble que hasta la fecha traigo marcado y recibí 20. Ese número, que en otro contexto sería un detalle insignificante, se volvió mi identificación, mi promesa: voy a estar ahí.

Tan pronto como se esperaba, hubo pleito. Un señor que iba unas cinco personas atrás de mí empezó a reclamar al Staff de la FIL las trampas de otros asistentes. Se llamaba Jesús u otro nombre bíblico que contrastaba con su carácter fuerte y hasta un poco cómico. Como sea, las cosas se arreglaron y corrimos a alcanzar un asiento. 

El acondicionamiento de la sala era bonito, Tote Bags de Audible en cada silla. ¿Pero eso qué? Nada (ni nadie) iba a impedir estar lo más cerca posible de aquel actor tan codiciado. No soy de esas normalmente, pero empecé a saltar sillas y acomodarme atrás de unas supuestas tías de Gael. En cuanto pude alcanzar un lugar, un hombre aventó a la mujer altísima que mencioné antes. Le lastimó la mano, todo por un lugar. Shock y disculpas pero nada de moverse. “Qué hombre” pensé. Aquel escenario parecía un talismán que marcara la entrada a la experiencia sonora que nos iba a presentar Gael (porque justamente lo era). 

La moderadora, Gina Jaramillo, condujo la charla con esa mezcla de curiosidad y firmeza. Gael habló de su oficio, del placer y del reto de narrar y dramatizar —mencionó a Chesterton, el deseo de tener una primera edición de Los de abajo y recordó con cariño a José Saramago y a Carlos Fuentes—, soltando anécdotas que llenaron de intimidad el auditorio: la comida con la familia de Saramago, la devolución protectora de Fuentes y el consejo de una profesora que le dijo“Gael, usted va a lograr lo que se proponga”. 

Curioso, pensé. 

Mi abuela materna siempre me dice algo similar: “Lo que quieres que sea de ti, será. Y yo sé que no vas a ser una más de nosotros”. ¿Será que mi abuelita materna es esa maestra de la que habla Gael? No puede ser eso, porque mi abuela ni siquiera enseñaba. Sea como fuere, era difícil no sentir que estábamos todos compartiendo una confesión colectiva.

Fotografía: Edgar Campechano Espinoza

Y entonces, con apenas diez minutos en el reloj, la moderadora anunció la ronda de preguntas. Diez minutos. Me tensé. De por sí ya era una experiencia casi de devoción estar ahí, ahora era ganar. La energía cambió de nivel: la atención se afiló, la competitividad se hizo palpable. Yo tenía la libreta en la mano —esa libreta de Corresponsal Gaceta que llevo como un estandarte— y la carta que, sin saber muy bien por qué, escribí en el piso apoyada en el escenario de sala de prensa. Sentí que si no lo intentaba, me arrepentiría para siempre. Sería el fin de las cartas que jamás pude entregar.

Levanté mi mano y me levanté lo más pronto que pude. Tenía la sensación de que cientos —miles— querían lo mismo. Todos llamaban su atención: gritos, manos, celulares temblando en el aire. Pero algo en mi pecho me dijo que podía. Siempre he creído que en esta vida hay que tirar alto, y esa noche tiré con toda la fuerza. Entre súplicas que decía inconscientemente: “Gael, Gael por favor, Gael”, y un asombroso hueco de vista entre él y yo. Lo recuerdo en cámara lenta: la moderadora escudriñando las manos y, en algún punto, señalándome. Vi la luz sobre mi libreta; vi que Gael volteó, sonrió.  Algo quiso decir, lo sé. “A ver… La de la…” ¿Libreta? ¿Quiso decir libreta? Lo supe. Lo supe con la certeza tonta y sagrada de que, en ese instante, él me eligió.

El micrófono llegó a mis manos y yo temblaba. Palpé la voz como quien busca una cuerda que le sostenga. Apenas sostenía el micrófono cuando una señora adelante —sin miramientos— me arrebató el micrófono para hablar. Fue un pellizco frío: humillación breve, pero chistoso. La clase de cosa que te arruga la valentía por un par de segundos. Esperé. Respiré. Y cuando por fin pude, formulé la pregunta que llevaba dentro, torpe y sincera:

—¿Qué descubriste de ti mismo leyendo estas dos historias tan distintas: la transformación íntima de Gregor y la complejidad moral de Hilde?

Agregué, con torpeza pero con verdad, que llevaba algo importante para darle, que eran lo más real que tenía. Mi libreta y mi carta eran eso: lo más real que podía ofrecer. Porque ahí llevo todo lo que me ha convertido en quien soy ahora.  Gael comenzó a responder con la calma suya, y su voz fue un lugar donde se podían poner las manos. Mientras contestaba, sentí a la gente susurrarme que me acercara; me moví entre las estrechas filas, intentando abrirme paso. Él me vio avanzar y, con sonrisa cómplice, preguntó en tono ligero: “¿A dónde vas?”. Contesté, avergonzada: “Es que me indican que vaya…”. “Ah, ok”, dijo, y me reí por dentro.

Foto: Paola Borbón

Pero entonces la asistente que lo acompañaba me detuvo en seco: “No puedes acercarte.” Insistí, pregunté si podía darle la carta, no buscaba fama de dos segundos, ni una foto, nada. Buscaba solo entregar un cachito de emoción. Me dijeron que sí —pero no podía acercarme. Le confié la carta a ella. La vi sosteniéndola con firmeza, y en ese instante deposité mi esperanza en una mano que no podía ver. Volví a mi sitio temblando, con la sensación de haber realizado algo grande y pequeño a la vez.

La noche no fue perfecta: la señora que había arrebatado el micrófono siguió ahí; la chica a mi derecha alta y guapa se molestó porque no le pasé el micrófono; la que sí me grabó se fue en silencio. No conseguí foto, ni firma. No pude meterme entre la masa. Pero una imagen quedó clavada en mi pecho: la asistente con mi carta en la mano, firme, y la mirada de Gael, que por un segundo me atravesó y me dio la certeza de que sí, me había visto.

Cuando todo terminó, el auditorio explotó en aplausos y gritos —amorosos, desesperados, jocosos—. Hubo confesiones en voz alta: “¡Por ti le echo ganas a la prepa!”, “¡Hazme un hijo, Gael!”; suspiros, y una sensación de comunidad que te hace creer en el brillo colectivo. Yo salí con las piernas aún temblando, con la libreta de Corresponsal Gaceta doblada contra el pecho y la certeza de que hice lo que tenía que hacer: me presenté, pregunté, ofrecí lo que tenía.

No tengo foto, no tengo firma; tengo algo que quizás pesa más: la experiencia de haber estado ahí, de haber sido valiente, de haber sentido la adrenalina como un río que me atravesó. Me siento agradecida con la vida por la humillación amable que me hizo aprender a esperar y con la entrega que, aunque no fue perfecta, fue verdadera.

Fotografía: Edgar Campechano Espinoza

Por si alguien lo dudaba: la noche fue un caos hermoso. Hubo trampas, hubo gente colándose, hubo empujones, hubo llantos contenidos, risas histéricas, y también hubo momentos de ternura —esas confesiones en voz alta, esas palabras de Gael sobre Saramago y Fuentes, ese consejo de su profesora— que hicieron que todo valiera la pena. Y en medio de todo eso, estuve ahí. Con la libreta, la carta y el número 20 en el brazo. Con la euforia y la certeza de que, aunque incompleto, algo de lo que llevé llegó a donde debía llegar.

Cierro esta crónica con la misma imagen que me acompañará cuando recuerde la noche: la asistente sosteniendo mi carta, Gael con una sonrisa y el auditorio entero sosteniendo su respiración. Imperfecto, desordenado, febril y absolutamente mío

Post Views: 33