
Más que a tocar el instrumento, ese curso ofrecido en CUTlajo le enseñó a Javier que la verdadera falla no es el error en público, sino la oportunidad que se deja pasar por miedo al «qué dirán» o a la insuficiencia personal
Existe una ley no escrita en la vida universitaria: el impulso de inscribirse en algo que se desconoce, empujados por la pura curiosidad y el hambre de conocimiento. Así, con un par de baquetas sencillas compradas en el centro, es como Javier decidió unirse al Taller de Batería que impartió un colega suyo en el Centro Universitario de Tlajomulco ( CUTlajo).
Javier se sintió atraído por el ruido organizado, por la promesa de dominar un instrumento que exige tanto coordinación física. Su motivación, genuina, lo llevó a sumergirse en un mundo de ejercicios rítmicos. Lo que no sabía entonces era que su mayor desafío no serían ciertos ritmos, sino el miedo a la imperfección.
«A mediados del semestre se imparten talleres dentro del centro universitario, ideales para cuando finalizan tus clases ir a distraerte», le dijo Abraham, tutor del taller de batería. Eso fue lo que lo motivó a inscribirse. El ambiente al principio era una sinfonía de errores y aciertos donde los aprendices luchaban por sincronizar sus manos y pies. Él era una figura habitual, siempre practicando con la batería de la universidad cuando estaba libre, o simulando el ritmo en cualquier superficie disponible. Las baquetas golpeaban silenciosamente el borde de una mesa de comedor o el mullido cojín de una silla, que se convertía en un instrumento imaginario.
Abraham fue claro: la maestría de la batería no reside en golpear con fuerza, sino en la soltura rítmica, en la capacidad de sentir el tiempo. Mientras sus manos memorizaban los patrones y su mente contaba los tiempos, su espíritu se sentía vacío, Javer veía a sus compañeros, algunos de ellos tenía esa “chispa”, una naturalidad que a él le parecía inalcanzable. Se había preparado para la técnica, pero no para la expresión. Esta insuficiencia, puramente emocional, comenzó a corroer su confianza, sembrando la duda sobre su pertenencia en ese espacio. La falta del instrumento físico se transformó en carencia de la confianza necesaria, el miedo al fracaso le zumbava en la cabeza a Javier cada día antes de la presentación.
El semestre concluyó, y con él llegó el temido recital final: la prueba de fuego en la que cada estudiante expondría su progreso ante una audiencia y sus compañeros. La atmósfera se cargó de nerviosismo y expectativa.
«El día de seleccionar bateristas Abraham me dijo que le gustaría que participara, me encantaba la idea de presentarme y vieran mi gusto por el taller, pero presentarse ante toda la escuela, quería hacerlo pero no sentía que estuviera a la altura del arte que tanto respetaba», confesó Javier.
El miedo a la mediocridad superó el deseo de la realización. «Otros compañeros tocaban mejor y eso me tranquilizó, el no ser escogido evitaría la fatiga de presentarme, pero ahí estaba ese silencio que resonaba más fuerte que cualquier redoble que pudiera haber ejecutado: cobardía rítmica. Había fallado no en el ritmo, sino en la voluntad, ¿dónde quedó el gusto por el instrumento?».
Javier entendió que el miedo a la imperfección es el peor enemigo del progreso. La finalidad de un taller, de una clase, no es la perfección, sino el cumplimiento del trayecto y la superación del reto. Su acto de renuncia fue, para él, una derrota personal, pero para nosotros, observadores, se convierte en una poderosa lección.
La vida universitaria, al igual que una batería, ofrece muchas oportunidades para fallar un tiempo. La verdadera pérdida no es el error en público, sino la oportunidad que se deja pasar por miedo al «qué dirán» o a la insuficiencia personal.
Javier, consciente de su error, ha tomado una resolución. Ha convertido su retirada en un punto de inflexión. El próximo semestre se reinscribirá. Esta vez, la meta no es aprender a tocar, sino subir a esa tarima, baquetas en mano, y saldar la deuda que tiene consigo mismo.
A todos los que observan la vida desde la barrera, por pena o por miedo a no ser lo suficientemente buenos, esta historia le muestra algo importante: ¡arriésguense! Es mejor un toque desafinado que un silencio cobarde. No hay que permitir que la «chispa» de la duda apague la llama de la pasión. La peor sensación, como en el caso de Javier, es la de saber que pudieron haber hecho algo, y no lo hicieron.
Este contenido es resultado del Programa Corresponsal Gaceta UdeG que tiene como objetivo potenciar la cobertura de las actividades de la Red Universitaria, con la participación del alumnado de esta Casa de Estudio como principal promotor de La gaceta de la Universidad de Guadalajara.
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