
Rulfo contaba con tan sólo seis años cuando lo despertaron una mañana para avisarle que su padre había muerto, algo parecido a lo que le sucede a Pedro Páramo. Aunque no del todo improbables, sería superfluo buscar paralelismos entre la obra y la vida e su autor
Cerca de San Pedro Toxín existe un bloque de concreto coronado por una cruz de hierro semidevorada por el óxido, un cenotafio que está a punto de cumplir ciento dos años. Se encuentra casi empotrado en la tierra vertical que bordea el camino que va a El Paso Real, erigido en el justo sitio donde, mientras montaba a caballo y por la espalda, fue asesinado Juan Nepumuceno Pérez Rulfo, padre de Juan Rulfo. Sobre esa tumba vacía se amontonan decenas, quizá un ciento de piedras de todos tamaños, redondeadas casi todas ―quizá por el Río Ayuquila o el Armería que discurren tan cerca―, formando un robusto montículo que se desarticula en los temporales de lluvia, sin dejar de renovarse con las piedras que nuevos caminantes colocan a su paso. Piedras que viajantes, cercanos o remotos, geográfica o temporalmente, eligieron por voluntad obsequiar en su marcha para honrar a un muerto, importa poco si conocido.
Juan Carlos Rulfo dice que su padre nunca le habló del abuelo. Quizá por ello, espoleado por el hueco en la historia, el nieto realizaría una pesquisa en 1995 ―nueve años después de la muerte del escritor―, con un brevísimo documental titulado El abuelo Chano, en el que recupera testimonios, a ratos contradictorios, con la intención de recomponer una silueta que, vaporosa hasta entonces, se le resistía. El nieto entendía que no podía reprochar el silencio cerrado de su padre: Rulfo contaba con tan sólo seis años cuando lo despertaron una mañana para avisarle que su padre había muerto. Todo lo que el escritor podía transmitir a su hijo sobre su abuelo, debía provenir por fuerza de una memoria colectiva a la que no tuvo mucho tiempo de cuestionar. La figura paterna de Rulfo fueron retazos, unidos por un puñado de bocas esforzadas en empalmar, cortar y volver a confeccionar en pos de la preservación de un hombre.
En 1994 publicaron Los cuadernos de Juan Rulfo, una recopilación de fragmentos de lo más diversos. En una entrada habla de su padre. “Mi padre fue un hombre bueno”, escribe. “Vivió en esa época en que todo era malo. En que no se podían hacer planes para el mañana, pues el mañana era incierto y el hoy no terminaba todavía”. En ese texto, Rulfo narra que a su padre lo mataron al amanecer, que alguien llegó para informarles sobre su muerte “cuando uno está en mitad de los sueños dentro de los sueños”. El narrador, por dolor, se resiste a entender el mensaje. Al niño que fue Pedro Páramo le ocurre lo mismo. Intentan despertarlo, pero el sueño es profundo. Es el sollozo quedo de la madre el que termina de espabilarlo, sólo para encontrarse con su silueta recortada en el umbral, transida de dolor: tú padre ha muerto, le anuncia.
“Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó”, escribió Rulfo en «Diles que no me maten», cuento de su libro El llano en llamas. Encontrar en esto tan sólo paralelismos, es reducirlo.
Doy por sentado que Rulfo volvió al cenotafio, tan cerca del sitio en el que estuvo la hacienda que administraba su padre, luego de concluir su estadía en el Colegio Luis Silva en Guadalajara, a los quince años. Debió mirar las piedras de río acumuladas, compulsando esa nueva imagen con las que guardó de niño. Quién puede decir si en ellas, en ese cúmulo, se cifra el final de su novela, ese golpe seco en el que se desmoronó Pedro Páramo.
Alfredo Cedillo es cuentista. Nació en 1988 en Guadalajara. En 2022 publicó Vinilo, su primer libro de cuentos, como parte de la convocatoria «La maleta de Hemingway» que impulsa la Secretaría de Cultura de Jalisco. Ha asistido a talleres de cuento con los escritores Juan Fernando Covarrubias y Eduardo Antonio Parra, así como al taller de crónica con David Izazaga. Publicó una columna mensual en la revista «Levántate hoy». Recién terminó su segundo libro de cuentos titulado La callada vida de las flores.
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