Si algo distingue a la Feria Internacional del Libro (FIL) es su capacidad para convertir cada pasillo en una aventura visual. Y la edición de este año no es la excepción. Entrar a la feria es como atravesar un umbral hacia un universo donde los sentidos despiertan, donde cada stand cuenta una historia distinta y cada rincón invita a detenerse, mirar y escuchar.
El primer saludo llega del Pabellón de Barcelona, invitado de honor de esta edición de la FIL 2025. El espacio nos recibe con un guiño a las calles de la ciudad catalana, recreando, en palabras de Mar Medina, estudiante del CUAAD y también corresponsal de Gaceta UDG, “el andador de una plaza tradicional”, que nos invita a caminar sin prisa y sentarnos bajo los árboles y el poste de luz que dan vida a la escena.
A unos pasos, el stand de Impronta Casa Editora apuesta por una estética íntima y cálida. Como ellos mismos describen, es un espacio “lejos de pantallas y de la lógica del espectáculo… Libros, estanterías y nada más”. Su mesa de picnic al centro funciona como un refugio, una invitación a sentarse, hojear sin prisa y encontrar un respiro del bullicio de la expo.
Más adelante, una estética maximalista, vibrante y muy “mexa” te hipnotiza con sus colores. Telares colgados, piezas textiles y artesanías de distintas regiones del país conforman el stand de Artes de México, que este año apuesta por mostrar la diversidad cultural desde la materialidad: fibras, tintes, manos y oficios convertidos en paisaje visual.
A esto se suma el stand de Proyecto Ululayo: arte, libros, máscaras y territorio en un solo golpe de vista. Aquí, la decoración no es un adorno, sino una presencia que impone y dialoga. Las máscaras parecen observar a quienes pasan; las piezas artesanales cuentan historias de comunidad, y los libros sirven como puente entre lo gráfico y lo ritual. Es un espacio que no solo se visita: se siente.
Fue allí donde viví uno de los momentos más inesperados de la jornada. Entre un mundo de gente, Daniel Gutiérrez, sí, el vocalista de La Gusana Ciega, pero también artista visual, estaba ahí conversando con calma, observando cómo la gente reaccionaba a su trabajo. Me acerqué con un cuadro de su autoría, una pieza que había adquirido por la fuerza inquieta que transmitía. Daniel lo tomó entre sus manos, lo miró un instante como reconociéndolo, y con una sonrisa cálida me firmó la esquina. Ese gesto íntimo, casi doméstico, convirtió la obra en algo más que un objeto artístico: se volvió una historia personal, una memoria anclada al espacio y al instante. Verlo firmar ahí, rodeado de máscaras, libros y colores, tenía algo de ritual improvisado.
En conjunto, estos stands muestran que la FIL no es únicamente un encuentro literario, sino un recorrido sensorial donde cada propuesta visual se vuelve parte esencial de la experiencia. Este año, más que nunca, la feria confirma que también se lee con los ojos.