jueves, noviembre 27, 2025
jueves 27, noviembre, 2025

La dualidad de la vocación en movimiento

Esta crónica, como corresponsal, me cambió la vida, la visión y la fibra del corazón ligada a mi amor por las letras y por la gente que trabaja para ayudar. Entré al consultorio de Miguel Comparán Meza pensando hacer un perfil. Una nota más. Un retrato profesional pulcramente narrado. Salí con tanto en la mente y tanto por decir de este médico, de la madre, de la niña con quienes hablé… que sólo puedo describirlo como un hueco. Un hueco bueno, de esos que aparecen cuando algo te sacude tan fuerte que adentro necesitas espacio para acomodarlo

Miguel Comparán Meza es profesor, neuropsicólogo y terapeuta; pero reducirlo a eso sería casi un insulto. Hay personas que ejercen su profesión. Y hay personas que se vuelven un puente vivo entre dos mundos: el del caos y el de la posibilidad. Miguel es más, mucho más que eso. 

A Miguel el día lo encuentra pedaleando. Mientras la ciudad apenas se despereza, él ya avanza entre calles frescas, con la mochila rebotando un poquito y el pensamiento despierto. A veces desayuna. A veces no. A veces un café lo acompaña; a veces es la pura voluntad. Pero siempre hay algo en él encendido antes del sol: esa energía discreta de quienes hacen las cosas con amor, no por inercia.

Cuando llega a la Preparatoria 11, no entra: aterriza. Se baja de la bici con una sonrisa que no anuncia nada pero transforma todo. Los saludos empiezan a llover. Los alumnos lo reciben como la atracción turística favorita del plantel. Él responde a todos, aunque vaya tarde. Levanta la mano, sonríe, frena para intercambiar un comentario rápido. Siempre tiene tiempo para nosotros, siempre.

Los alumnos no le dicen “buenos días”: le entregan confianza. Y él corresponde con una calidez que casi nadie se toma el tiempo de dar. Miguel no pasa por la prepa; Miguel la habita.

Cuando entra al aula, todo cambia. En clase, su presencia tiene esa mezcla de complejidad y chispa. Habla de psicología con una pasión casi eléctrica, mueve las manos, olvida cosas, piensa, se ríe, hace dinámicas. Sus presentaciones siempre traen colores, ejemplos, videos, detalles; cada diapositiva parece una pequeña obra.

Y, claro, también es de los que a veces batallan con el monitor o la televisión que insiste en no conectarse. Le pica aquí, le mueve allá, prueba cables, suspira. Los alumnos ríen y le preguntan:

“¿Otra vez, profe?”.

“¿No jala o qué?”.

“¿Una tele más jodida o así nomás?”.

Él ríe —siempre ríe— y ese caos tecnológico se vuelve el preludio perfecto para lo que viene. Cuando por fin logra proyectar, todos celebran. Y entonces Miguel enseña como quien abre ventanas en una casa donde no sabías que faltaba luz. Habla de psicología como si contara historias, como si cada concepto fuera una llavecita para entender un poquito más la mente, el dolor, la emoción.

Él no dicta. Él acompaña.

Entre semana suele salir alrededor de las once. 

No hace ruido al irse; guarda sus cosas, se despide con un “cuídense mucho” que suena sincero, y se pierde entre calles otra vez. Pero su día no termina ahí. En realidad, apenas comienza.

Horas más tarde, Miguel entra a su consultorio. Cambia el ritmo. Cambia el cuerpo. Aquí cada detalle importa: el acomodo de las sillas, el tono de voz, la paciencia. Es un espacio donde cada persona entra cargando historias que duelen, confunden o necesitan atención. Y Miguel las recibe sin prisa.

Entre sus casos hay uno que ilumina por dentro y explica por qué su trabajo trasciende títulos: la historia de una niña neurodivergente y la madre que sostiene el mundo sobre su propio cuerpo. La madre lo dijo con una claridad que dejó el aire quieto:

“Miguel vio cosas en mi hija que ustedes no ven”, dice.

Antes de él, especialistas habían minimizado señales, ignorado patrones, confundido síntomas con fases pasajeras. Miguel no. Se sentó, observó, preguntó, volvió a observar. Vio más allá del comportamiento.

Nombró lo que nadie más se había atrevido a nombrar.

El diagnóstico no cayó como golpe, sino como luz. Una luz difícil, pero necesaria.

Esa niña, que lloraba sin pausa, rechazaba el piso, no aceptaba el pañal, no respondía… aprendió su primera palabra funcional con él.

“Le enseñó a decir ‘ayuda’. Ella la pronuncia como ‘awe’”, dijo la madre con mezcla de sorpresa y ternura.

Y esa pequeña sílaba abrió puertas que parecían cerradas. Con “awe”, la niña pide apoyo, comunica incomodidades, señala necesidades. Simple. Monumental.

Pero la revelación no fue sólo sobre Miguel.

La entrevista dejó al descubierto la realidad silenciosa de quienes crían niños neurodivergentes: vidas completas reorganizadas, rutinas infinitas, constancia feroz sin aplausos. Y aun así, cuando la madre habla de Miguel, lo hace con ese tono reservado para quienes te devuelven el aire:

“Él me da seguridad.”

Seguridad de avance. De futuro. De que su hija sí puede aprender. De que no está sola. Y esa seguridad, en el mundo de las terapias, vale más que cualquier técnica.

El trabajo de Miguel no es grandilocuente. Es silencioso, paciente, profundamente humano. Algo que tiene que ser estudiado. En la prepa siembra curiosidad. En su consultorio siembra posibilidades. En ambos deja huellas que no se borran.

Los avances de esa niña —tocar el piso sin crisis, llorar menos, comunicarse, prestar atención— no son simples progresos. Son pequeñas victorias que reconfiguran la vida entera de su familia.

Y es curioso: tanto como docente como psicólogo, Miguel salva vidas, las repara y les devuelve chispa. Él celebra cada logro sin apropiarse de ninguno. No se coloca al centro. No busca crédito. Hace lo que debe con amor y precisión.

Cuando vuelve a casa, cansado, con el peso de tantas cosas de adultos, queda algo claro: hay profesionales que enseñan. Y hay profesionales que transforman.

Miguel pertenece a los últimos.

Y esta historia —sus mañanas en bici, sus clases vibrantes, la tele que nunca prende, su consultorio lleno de paciencia y la madre que encontró donde sostenerse— no es sólo una crónica. Es la evidencia luminosa de que sí: estamos admirando a las personas correctas en nuestra etapa universitaria.

Este contenido es resultado del Programa Corresponsal Gaceta UdeG que tiene como objetivo potenciar la cobertura de las actividades de la Red Universitaria, con la participación del alumnado de esta Casa de Estudio como principal promotor de La gaceta de la Universidad de Guadalajara.

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