La bruja Betsy Pecanins

Esta crónica testimonia del pase de la "reina del blues" por Guadalajara y, al mismo tiempo, en la mirada y la fantasía del autor, a partir de una entrevista que tuvieron con ocasión de un concierto de la artista en un foro de la ciudad

1978

Apareció de pronto la figura de Betsy en el escenario del Foro de arte y cultura (era tal vez un jueves del mes de junio de 1987) y hechizó en ese instante al tiempo. Abrió su voz y cantó “Volví sobre mis pasos” y ya nada fue igual para mí.

Había yo llegado a Guadalajara en octubre del año anterior con muchos sueños, y un año después estaba montado en un gran viaje que modificaría para siempre mi vida. Asistí al taller de poesía de Ricardo Yáñez en el Centro cultural del ISSSTE, en la casona de la esquina de Prado y Vallarta; fui parte de la fundación del Centro para la escritura de creación en la Universidad de Guadalajara, y comencé —a invitación del periodista Francisco Arvizu Hugues— como reportero cultural en El Occidental. Una de mis primeras asignaciones fue hacer una entrevista a la cantante de blues Betsy Pecanins, a quien no conocía.

La ronda de diálogos era en un hotel en las inmediaciones de La Calzada y, nervioso, llegué antes de la hora señalada. Estaba dispuesta una mesa con frutas y bebidas, pero el tiempo pasó y el único reportero era yo. La Pecanins había venido a la ciudad para presentar su disco El sabor de mis palabras y a invitar a los tapatíos a su concierto en el Foro.

Después de una larga espera, de alguna parte salió la cantante con una hermosa sonrisa.

—Parece que seremos sólo tú y yo —dijo.

Y yo me ruboricé. Me quedé por un instante sin aliento.

Bellísima, Betsy Pecanins —lo supe de sus labios— nació en Yuma, Arizona, de padre gringo y madre catalana, pero —ya no recuerdo la razón— a finales de los años setenta vino a México y se quedó a vivir. De tal forma que cuando la conocí tenía diez años en nuestro país y El sabor de mis palabras era su tercer disco.

Betsy extendió su brazo y me obsequió el acetato y cuatro entradas para su concierto. Nos despedimos y me dio un beso, el mismo que recordé, un día después, a la hora que cantaba “Lo profundo de tu boca”.

La reina del blues —como se le conoció más tarde—, se paró al centro del escenario, rodeada por los músicos. Abrió los labios y extendió su potente voz hasta alcanzar mis oídos. Las luces y la música la transformaron, la volvieron Tira interpretada por Mae Wets en I’ No Angell; en Rita Renoir bailando al centro de su centro y convirtiendo su baile en arte —descrita por Cortázar en su “Homenaje a una joven bruja”, incluido en Territorios, en el que declara que Rita, en su baile, “escribe con su cuerpo”—, pero lo que yo vi y escuché fue a una Betsy en un juego doble de escritura: su cuerpo condujo el nacimiento de su voz y todo en ella era sensualidad.

Betsy fue, en todo caso, la Salomé bíblica. Con la salvedad que no pedía la cabeza del Bautista, sino que ella misma se ofrecía como ofrenda y derramaba su sangre a todos los que la fuimos a escuchar al Foro.

Lo cierto es que la Pecanins en la escena era otra y la misma: su belleza se trasformó en una curvatura, en una línea en una secuencia de resonancias que al menos a mí me llevaron al deseo. Porque ella invitaba al deseo aún sin proponerse. Porque era el cuerpo y la voz que atraían y despertaban la libido. Y yo me dejé llevar por ella y subí hasta su altura y entré a su profundidad.

En ese año que la vi yo había cumplido veinticuatro años y ella tenía treinta y tres. Y toda la fuerza y la juventud nos invadían. Nos daban el empuje y la velocidad. Nos parecía que ambos fuéramos caballos de una manada salvaje. Veloces corrimos por la pradera de la urbe. Cada uno, es claro, por su propio camino. Mas esa noche del concierto yo tuve la fantasía que íbamos juntos, uno del lado del otro, y éramos el viento que rompía el espacio y el tiempo. Pero luego el concierto se terminó y ella se fue a perder en la oscuridad del escenario: dejando en mis sentidos la fuerza de su voz.

Ese día de la entrevista, cuando estuvimos ante un salón decorado y vacío, donde conversamos por largo tiempo, reímos mucho. Luego nos despedimos y un beso selló la amistad que duraría por largos años. La volvería a ver, dos años después, en un concierto con el pianista Guillermo Briseño, si no recuerdo mal en el Sajhara, aledaño al Teatro Galerías.

Por algunos años nos escribimos; luego vino el silencio: los diarios de todo el país anunciaron su repentina muerte.

Betsy Pecanins falleció en la Ciudad de México el 13 de diciembre de 2016, al parecer de un paro cardiaco fulminante, intenso: como ella siempre fue.

Al enterarme recordé cuando, al siguiente día del concierto, como respuesta a la pregunta de una amiga, le dije: “Betsy me fascinó, ella es una mujer muy erótica…”.

Mi amiga me dijo:

—No, Betsy no es erótica, tus ojos son los eróticos…

Y guardé silencio.

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