La palabra verdad expresa, entre sus variadas significaciones, el juicio o proposición que no se puede negar racionalmente. El término verdad también enuncia la propiedad que tiene una cosa de mantenerse siempre la misma sin mutación alguna. Sin embargo, las cosas son diferentes en La Verità. En esta historia las acciones ocurren de la manera menos convencional, transformándose súbitamente, alejándose de la racionalidad o sensatez, para situarse en un universo que busca alterar la conciencia. Así, de distintas formas, este relato cargado de contorsiones nos conduce por la obsesión y el frenesí de una mente creativa que desliza sus intenciones artísticas entre los recuerdos del genio Salvador Dalí.
Daniele Finzi Pasca, director y coreógrafo suizo, quien especialmente rememora la etapa final del pintor español creador de La persistencia de la memoria y Tristán e Isolda, es el orquestador de esta obra que lleva por nombre La Verità, una especie de cabaret torbellino en el que los cuerpos de hombres y mujeres galantean sin disimulos, acariciándose vigorosamente entre cantos de nostalgia y reposadas melodías que crecen en el instante justo, para así conectar un diálogo entre la belleza de los sonidos y la sincronía de los movimientos.
Sin desvanecerse por los incesantes gritos de un payaso desaliñado, en muchas ocasiones sólo tartamudeos, y el ir y venir de los ajetreados pasos de los esbeltos acróbatas, la delicadeza de la música que acompaña a esta serie de cuadros vivientes, especialmente de las notas seductoras del piano y del acordeón —al más puro estilo de la canción francesa—, dinamita las emociones en este Moulin Rouge de destellos surrealistas que nos sitúa en una subasta para artistas decrépitos, mientras que un celoso pero juguetón rinoceronte, desde una pequeña puerta situada en la parte posterior del escenario lanza una mirada compasiva.
La Verità no recurre a una grandiosa parafernalia ni tampoco al chiste fácil, la obra simboliza el impulso del ser humano por alcanzar los deseos más hondos, sin olvidarse del pasado y de los temores, pero, del mismo modo, a través de los gestos y las acciones de los actores y acróbatas, representa un esfuerzo físico inquebrantable por aventurarse y hacer una inmersión en el pensamiento.
Una frase es cierta para quienes giran en este cabaret, en esta esfera gigante de aluminio domada por hombres y mujeres: “La Verità no sólo la buscamos los actores —relata Finzi Pasca—, por fortuna, es también una preocupación de muchos, un peregrinaje para otros, un doloroso indagar para otros tantos.
Los clowns representamos la vida tratando de descifrarla con los ojos bien abiertos de un viejo y de un niño que tomándose de la mano caminan entre paisajes misteriosos y luego danzan en escena la fragilidad de este proceder incierto y lleno de esperanza”.
Constanza, una pequeña chica de cabello rizado y voz dulce carga en sus manos una lámpara resplandeciente y dice en una de las partes más significativas de esta historia: “Aquí la verdad es de cartón”. Constanza hace movimientos sutiles y discretos, nos mira fijamente con seguridad, a través de una belleza que es como el ideal que tenemos de los ángeles. Constanza recuerda los paseos que hacía con su padre en el bosque. Así, el suave tono de voz de la chica penetra en la piel, en los sentidos, en la verdad, mientras que nos confiesa que el rastro que dejaba su padre al caminar consistía en dulces de menta, una señal entre los dos para no perderse y tener la seguridad de encontrarse siempre en el mismo camino.