jueves, diciembre 4, 2025
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La astrónoma que dejó su propia constelación

Las estrellas no se apagan de golpe: su luz sigue viajando mucho tiempo más: así Julieta Fierro seguirá iluminando e inspirando a generaciones de niñas y mujeres que, siguiendo su ejemplo, dirán: yo también puedo

Conocí a Julieta Fierro por mi amiga Mariana, con quien siempre me reencuentro en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. No fue en la tele ni en un libro, sino en su voz emocionada, como si me hablara de una estrella que había descubierto en pleno encierro pandémico. Mariana me contó que fue en 2020, cuando los días se parecían demasiado unos a otros y el mundo cabía en una pantalla. Se encontró con unos videos de una científica de sonrisa amplia y voz clara que explicaba Astronomía básica para niños. Era Julieta.

“Te explicaba cosas bien sencillas, pero de una forma genial”, me dijo. Las órbitas, las estrellas, los planetas, pero también algo más: una actitud.

Mariana tuvo la oportunidad de contactar a Julieta para un evento que hizo en su universidad sobre mujeres en la ciencia. Le escribió un correo larguísimo y amable. Julieta respondió. Acordaron una videollamada porque ella ya no viajaba tanto. Desde la pantalla, la astrónoma que antes veía en videos, ahora la miraba directamente a los ojos. “Fue un éxito total. De verdad sentí que ya me podía morir en paz”, me dijo Mariana. Mientras me lo contaba, yo entendí algo que luego confirmaría escuchando a otros: Julieta tenía ese don rarísimo de hacerse cercana. Era alguien que podía hacerte creer que la ciencia también tenía tu nombre.

Otra de mis amigas, Greta, me habló de Julieta desde un lugar distinto: la lectura. Ella la conoció en un libro que su papá le compró a su hermana en la FIL: Las niñas también son guerreras. Cada capítulo contaba la historia de una mujer que había cambiado algo en el mundo y, en los últimos, aparecía Julieta como heroína de la historia moderna. A Greta la atrapó que hubiera una mujer mexicana estudiando el universo, las estrellas, los fenómenos del cielo. Después empezó a verla “en todos lados”: en Canal Once, en la radio, en otros libros.

Lo que le fascinó, me dijo, fue esa voz puesta al servicio de la divulgación, demostrando sin necesidad de decirlo que las mujeres también podían ser referencias de la ciencia. Julieta, sin conocerla, le había regalado un espejo posible.

Paola, en cambio, me habló de un “golpe de puerta”. Ella siempre había sentido curiosidad por la Física, por el “por qué” de las cosas. Pero escuchar a Julieta, según me contó, fue otra cosa: “De pronto todo se sentía alcanzable, emocionante, casi como si el universo estuviera al ladito”.

No tuvo que renunciar al asombro para tomarse en serio la ciencia. Julieta le mostró que podía quedarse con ambos. Ahora que Paola quiere estudiar bioquímica clínica, dice que todavía la acompaña esa idea: que la ciencia es emoción, intuición, puntos que se conectan, y que preguntar no es una insolencia, sino una forma de amor.

Cuando escucho a Mariana, a Greta y a Paola, siento que entre las tres dibujan el contorno de algo más grande que una persona: un campo gravitacional. Julieta tiró de muchas órbitas personales hacia la ciencia, hacia la crítica, hacia la ternura.

A su muerte la conocí de otra manera: en boca de quienes sí caminaron a su lado.

Fui a su homenaje el día de ayer, miércoles 3 de diciembre, en la FIL. Ahí estaban Julia Tagüeña, Sara Poot Herrera y María Emilia Beyer, intentando hablar de una amiga que parecía seguir sentada entre ellas.

Julia la recordó desde la carrera, con minifalda y atrevimiento, y luego como directora de Divulgación de la Ciencia, organizando bailes con sus colegas, practicando frente a espejos del Universum, haciendo de la Navidad un escenario, y de los museos, una fiesta. Contó cómo Julieta no podía cruzar un centro comercial sin que alguien la detuviera para saludarla, pedirle una firma, recibir un libro. Y cómo ella siempre respondía con una sonrisa; porque, dijo Julia, “la gente te quiere si tú quieres a la gente”.

Sara la contó como hada: una sonrisa de media luna creciente. La describió bailando al aire libre, haciendo experimentos con la naturalidad de quien pone una olla en la estufa. Habló de su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, de su discurso “Imaginemos un caracol”, y tejió paralelos con Sor Juana, otra mujer de vocación feroz.

María Emilia habló de sus migrañas, de su capacidad para seguir dando todo aún doblada de dolor. Y leyó la carta de sus hijos, donde ella se convertía en algo íntimo y doméstico: una mamá que les enseñó que “no hay como trabajar para avanzar”, frase de la que Julieta siempre puso el ejemplo.

Escuchando ese homenaje, comprendí que la Julieta de mis amigas era la misma, pero multiplicada. Astrónoma, divulgadora, feminista, académica, madre: una sola vida puesta en demasiados sitios a la vez y, aun así, entera.

Cuando me enteré de su muerte, no lo pude creer. Lo primero que hice fue ir con Mariana. Me dijo que sintió como si se le hubiera ido el alma a los pies cuando se enteró. Aunque en el fondo sabemos que las estrellas no se apagan de golpe: su luz sigue viajando mucho tiempo después.

Pienso en todo esto y vuelvo al principio: a la frase que quería escribir desde que empecé.

Conocí a Julieta Fierro por mi amiga Mariana, pero en realidad la he ido conociendo por muchas voces. La voz de una niña que la descubre como heroína. La voz de una adolescente que siente que por fin alguien habla el idioma de su curiosidad. La voz de una universitaria que aprende, gracias a ella, que existe algo llamado divulgación científica. La voz de colegas que bailaron con ella en Universum, que la vieron sacar mariposas de un libro. La voz de sus hijos que nos enseñan que, antes que todo, fue madre.

Todas esas voces trazan un mismo mensaje: que la ciencia puede explicarse con dulces, sonrisas y metáforas; que se puede amar al universo y, a la vez, meter las manos en la tierra de las injusticias para intentar cambiar algo.

Podría decir, como los hijos de Julieta, que “aunque se apagó una estrella, su luz no desaparece”. Se queda en cada pregunta que nos hacemos, en cada decisión de estudiar, en cada niña que ve en la tele a una astrónoma y piensa: “Yo también puedo”.

Y por eso, aunque nos duela su ausencia, cuando pienso en ella no me sale decir “adiós”, sino algo que la imagino diciendo, divertida, desde algún escenario: 

¿Seguimos?

Sí, Julieta. Seguimos.

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