Física en los tangos

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Estoy en el café Tortoni, famoso, al decir de Octavio Paz, por “sus espejos, sus doradas molduras, sus grandes tazas de chocolate y sus fantasmas literarios”. A mis espaldas suena una conversación que parece llevar horas, en varios idiomas, entre personajes de otro tiempo. Discuten letras de tango, defendiendo versos predilectos.
–Así que usted se inclina por “Parece un pozo de sombras la noche”, doctor Olbers–, escucho que dice una voz grave con acento inglés monárquico; mi preferida, en cambio, es “Yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando mi retorno”. El parpadeo de las luces lejanas se debe a que los rayos de luz se quiebran y desvían al pasar por zonas donde la densidad del aire varía. Por eso titilan las estrellas, por eso se ve el espejismo, por eso es ovalado el sol del atardecer. Sabrán que yo fui el primero en explicar cómo el aire afecta la luz, en mis trabajos de 1871.
Ese es lord Rayleigh, me digo, sin preguntarme cómo podría haber llegado a Buenos Aires hoy. Al parecer se dirige a Heinrich Olbers, que en 1823 planteó la siguiente paradoja: si el tamaño del universo es infinito y las estrellas están distribuidas por todo éste, deberíamos ver estrellas en todas las direcciones y el cielo nocturno ser brillante. Sin embargo es oscuro, como el de “Garúa”. ¿Por qué? Porque el universo no existió desde siempre, sino que tuvo un comienzo. Por lo tanto, nuestra visión del cielo sólo se extiende hasta la distancia que la luz recorre –desde el pozo de sombras–, en un tiempo igual a la edad del universo.
–Yo fui plagiado en muchos tangos –interrumpe una voz a todo volumen, en un inglés con acento alemán de parodia. Ya escuché esa voz en videos de YouTube: Albert Einstein, inconfundible–; bueno, quizás citado y no plagiado –agrega riendo–; mi preferida es “pasan las horas y el minutero muele la pesadilla de su lento tic tac”.
El gran Albert se refiere a que el concepto de tiempo, tan cortejado por los filósofos, en su teoría se define “simplemente” como lo que marcan los relojes, por la posición de sus agujas.
–Y del mismo tango –prosigue Einstein sin abandonar el concepto– rescato: “En la plateada esfera del reloj, las horas que agonizan se niegan a pasar”. ¿No le parece, Minkowski?
Albert se dirige a Hermann Minkowski, que alcanzo a ver de reojo. Degusta una leche merengada con mucha azúcar. Minkowski había sido su profesor en Zurich y en 1908 reinterpretó la teoría de Einstein proponiendo el concepto de “espacio-tiempo”, la idea de que el tiempo se suma al espacio: en la relatividad el dónde y el cuándo se entrelazan. Por eso no me sorprende que Minkowski, mientras afila la punta de su bigote alfredopalaciesco, le responda aludiendo a los versos de “Tinta roja”: –Estoy de acuerdo, pero mis favoritos son: “¿Dónde estará mi arrabal? /…/ En qué rincón, luna mía, volcás como entonces tu clara alegría”.
Los genios fuman. El mozo se acerca a la mesa con intención de amonestarlos y está por decir “no smoking” cuando advierte que el humo no huele. Los estudia con desconfianza, quizá pensando que son de utilería. Mira las estatuas de cera, luego la de Borges, buscando aclarar su desconcierto. Borges, siempre quieto, le devuelve una mirada con la doble ceguera de estatua y de ciego. Regresa al mostrador.
–Si me permiten citar una milonga campera –irrumpe una voz de acento británico–, quiero destacar –y procede con cadencia yupanquiana–: “Porque no engraso los ejes, me llaman abandonau; si a mi me gusta que suenen, pa’ qué los quiero engrasau”.
Trato de distinguir su rostro, que veo apenas reflejado en la ventana. Por sus rasgos afilados sospecho que se trata de Osborne Reynolds, que en 1886 publicó su famosa ecuación de la lubricación usando fluidos (grasa en el caso de “Los ejes de mi carreta”). El comentario desata un rumor de conversaciones simultáneas entre los físicos. Alcanzo a descifrar que aluden a un sobrerrelieve egipcio, de 1800 antes de Cristo, que muestra el primer caso documentado de lubricación: un obrero –siempre de perfil– echa un lubricante entre el pedestal y el piso, reduciendo así la fricción, que facilita el traslado de la estatua de piedra de la reina Ti.
–De este cambalache de ideas, distinguidos colegas –dice uno con acento de lord inglés–, quiero rescatar el argentinísimo “ves llorar la Biblia junto al calefón”. No se olviden que yo, partiendo de que la Tierra se originó como una esfera incandescente, calculé que tardaría en enfriarse (hasta la temperatura actual) unos 30 millones de años, muchísimos más de lo que postulaban los literalistas bíblicos (en 1650, el arzobispo irlandés James Ussher concluyó que la Tierra había sido creada el 26 de octubre de 4004 antes de Cristo, a las nueve de la mañana).
El que habla es lord Kelvin. La idea de su cálculo es correcta, pero subestima la edad de la Tierra (de unos 4,500 millones de años). La discrepancia está en que la Tierra tiene un “calentador” interno que funciona con radioactividad, un fenómeno que Kelvin –que murió en 1907– desconocía.
La alusión bíblica pone incómodo a Minkowski y la charla se desordena.
Me levanto, decidido a preguntarles tantas dudas que me quedaron después de estudiar sus trabajos, pero los genios se desvanecen. Me pregunto si en verdad estuvieron o es que el tango, una vez más, creó un “turbio pasado irreal que de algún modo es cierto”. [

* Es doctor en física y músico. Participará en el II Coloquio de cultura científica FIL 2009.

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