Enrique Oroz: Fascinanción por un mundo en ruinas

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Entrar en la pintura de Enrique Oroz significa inevitablemente meterse en su mundo. Un mundo primigenio, misterioso, por el cual se encuentra uno caminando de la mano del asombro, entre escenarios poblados por imágenes desacralizantes y aterradoras. El dantesco Lasciate ogni speranza oh voi che entrate podría sustituirse en el caso de la obra del pintor jalisciense con un “Abandonad todo prejuicio, oh vosotros que entráis”: despojo casi necesario para dejarse llevar en el flujo de sensaciones que el artista plasma en sus telas, buscando despertar en el espectador aquel “individuo primordial”, que en su concepción es antecedente a cualquier manipulación o imposición estética y moral.
A mano armada es un recorrido –a través de 58 óleos– por ese mundo de tintes baconianos, con paisajes “a la” Velasco, poblados por antirretratos, símbolos pop, botellas de cerveza y vaginas, que representa una amplia retrospectiva de la obra del pintor sonorense de nacimiento y tapatío de adopción. El leit motiv de la exposición, que se exhibe en el MAZ de Zapopan, es en palabras del autor: “La misma postura que he tenido siempre hacia el entorno, un reflejo del ambiente donde vivo, transfigurado por mi mente”.
Una postura que al mismo tiempo es la negación de sí misma, un llamado a la libertad y una invectiva en contra de una realidad en que el artista parece no encontrar cabida, canalizados por medio de un proceso creativo, en que Oroz incorpora elementos que lo rodean, para desfigurarlos, despojarlos de sus apariencias convencionales y dejar así vislumbrar la degradación y las desviaciones de esta sociedad de la cual él mismo dice ser producto.
La pintura como necesidad de ser
La pintura para Oroz significa libertad: “Ser más que aparecer”, explica frente a un par de chelas en su estudio, ubicado en la planta alta de la casa del centro de Guadalajara, donde vive. Bohemio, perteneciente a una casta de malditos, ha desarrollado su carrera al margen de los círculos comerciales, fiel a su concepción del arte como “posibilidad de expresarme y de plasmar mis apreciaciones estéticas, aunadas con lo que siento”. Concepción que ahora, a los 47 años, lo ha llevado a ser uno de los pintores más reconocidos en el ámbito nacional.
“Me identifico mucho con los dadaístas, que ejecutaban sus ideas con una necesidad de ser que no cabía en su entorno social”. Como querer construir en baldíos, en terrenos vírgenes, agrega.
“Yo siempre he tratado de ser a través de la pintura, de hacer posible la pintura a través de mis anhelos, y me sentí respaldado por la propuesta de esos personajes, que más allá de incluirse dentro de una especie de comercio en el arte, expresaban lo que ellos sentían y lo que ellos creían, y esto además lo resolvían de una manera que tenía que ver con la historia, aportando su propia visión”.

El mundo como flujo de imágenes
Elementos de la historia actual aparecen seguido en los cuadros de Oroz, representados con elevada sensibilidad y sentido trágico, como cabezas cortadas o AK47 suspendidos en paisajes tenebrosos. “Siempre estoy atento a mi entorno. Frente de mis ojos continuamente se están generando historias. En todo momento estoy pintando con mi mente”.

¿Cómo influye el entorno en tus cuadros? ¿Hay de fondo una crítica social?
Retomo cosas que flotan en el ambiente, situaciones del México contemporáneo, para crear. Pero en el proceso creativo se convierten en un producto de mi mente. No existe precisamente una crítica social, porque no hay un interés en hacerla, sino que hay elementos que están flotando en el ambiente y que de alguna manera influyen en mí, y que retomo para ponerlos en la tela.
En otra ocasión dijiste que con tu pintura no pretendes contar historias, sino fluir en el ritmo creativo de las imágenes. ¿Cómo se refleja esto en tus cuadros?
Lo que siempre me ha preocupado es que una tela funcione más allá del tema y de cuál pudiera ser la influencia del exterior. Lo que me interesa es el “cómo”: cómo esa pintura puede funcionar para mí desde el punto de vista plástico. Creo que no podría limitarme a ser un pintor periodístico, sino que pretendo reflejar partes de mí, que de alguna forma tienen que ver con el exterior.

¿Y dónde está Oroz, esta visión interior, en tus obras?
En la tela, en ese flujo de sensaciones e imágenes, selecciono lo que sí y lo que no, lo que siempre revela algo de mí mismo y que tiene que ver con cómo estoy conformado como individuo. Siempre he tratado de estar cerca de mí. Cuando era niño tenía la idea de que si cerraba las puertas del cuarto, me encontraría conmigo mismo, y ahora sigo haciendo lo mismo en la tela. Creo que esto no responde necesariamente a una inconformidad política o religiosa, sino más bien es una manera de ver el mundo, de mi postura frente a él, y a partir de ella, fruto de esta empatía con el exterior y esta simpatía hacia lo que soy, genero mi pintura.

En este sentido, Fadanelli en la
inauguración de A mano armada, dijo que eres un iluminado, un solitario, y que tu proceso creativo se puede comparar casi a la masturbación. ¿Qué opinas?
El quehacer pictórico es un acto solitario –dice sonriendo–, es una especie de territorio donde tú estás, eres y mandas, pues allí el único que puede ordenar, rechazar o ensalzar, eres tú. Hay mucho de conquista del espacio a través de momentos solitarios de creación.

La herencia de Orozco
Los autores que marcaron a Oroz son en primer lugar José Clemente Orozco: “Retomo elementos que Orozco dejó sueltos, una concepción de la pintura no sólo como espacio decorativo, con puras apreciaciones estéticas, sino también con elementos políticos”, dice, y principalmente Otto Dix, George Grosz, Pollock y Andy Warhol. De Oroz muchos afirman que es un pintor baconiano, pero él rehúye las definiciones.
“Veo riesgos en eso, porque finalmente uno es desconocido a uno mismo, uno ni siquiera sabe realmente quién es. Entonces esta empresa de querer definirte como algo, me parece que te limita. Nunca me ha interesado esto, sino más bien he visto siempre en la superficie en blanco, en la bidimensionalidad de la tela, una posibilidad donde pueda hacer, por un lado, lo que creo, y por otro plasmar una especie de flujo constante en donde no tienes necesariamente que pertenecer a algo, sino sumergirte en esto que está sucediendo, como en una especie de río interior”.

Sus personales apreciaciones estéticas se cristalizan también en una técnica peculiar: ¿cómo podrías definirla?
La mía es una no-técnica: me he ido despojando, dejando conceptos y creencias que no me servían. Lo que queda es el despojo de la técnica. Me quedé con lo básico. Es como un desprendimiento del conocimiento. Por ejemplo, uso mucho el antirretrato, eliminar lo de afuera, para dar una sugerencia de lo que hay adentro. Siempre tuve esta preocupación de eliminar los rostros y las apariencias, y sustituirlas con otros elementos.

La destrucción de los valores
Iconoclasta, busca destruir iconos para transfigurarlos. Por eso los personajes de sus cuadros aparecen sin rostros, o con unos hocicos abiertos, de los que sobresalen enormes dentaduras o son sustituidos por elementos pop, como botellas de refrescos o de cervezas, o por vulvas y culos (femeninos, por supuesto).
Esto responde a una necesidad de minar imágenes y valores impuestos, de recrear una realidad primordial purificada de todo intermediario y toda contaminación moral o social. “Destruyo su significado histórico para confrontarlo con una imagen despojada y vuelta a generar, con la que más me identifico en la actualidad”.
“La inspiración viene del odio hacia personajes protagónicos, que supuestamente tendrían que velar por el interés de la comunidad, pero que finalmente ponen en primer lugar el propio interés”.
Este odio, esta intención de romper con la verticalidad intrínseca en el poder y la religión, se materializó en una serie de imágenes intervenidas de santos, vistos como vacuos intermediarios entre el individuo y el absoluto, o en cuadros en que se caricaturizan personajes influyentes de la escena política y religiosa, como el anterior cardenal de Guadalajara o el gobernador de Jalisco, retratado sobre un escenario en medio de músicos inspirados en los Ramones, bajo la escrita Pin head.
Frente al asombro
La fuerza de la pintura de Oroz, el reflejo de su mundo en ruinas que es nuestro mundo, abruma al espectador, “lo derrota”, como dijo Guillermo Fadanelli. El autor dice que con su pintura “más que enfrentar, quiere fascinar”, despertar aquel individuo que todos tenemos adentro, previo a la manipulación, a las imposiciones sociales y estéticas que contaminan la sensación primaria frente a la imagen, a los iconos. Más que derrota, asombro, casi embrujamiento.
“Hay elementos que te pueden guiar y vislumbrar lo que hay adentro del individuo. Eso es lo que hago con mis cuadros: una especie de ‘vislumbramiento’ de lo que está sucediendo en el individuo, pero no hay una cuestión narrativa clara. Hay una negación del mismo discurso. Esa negación es parte del cuadro. Existe una intención de expresar algo, pero el recurso para expresarlo establece ciertas dificultades por los tiempos, las formas, las realidades de los personajes que conviven en ese escenario”.
Para quien quiera sumergirse en ese mundo de horror y fascinación, A mano armada se quedará otras dos semanas en el Museo de Arte de Zapopan. Antes de empezar su recorrido, tiene que recordar la advertencia: “Abandonad todo prejuicio, oh vosotros que entráis”.

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