En los años 80 yo solía escuchar con gusto Dimensión del Rock. La voz del joven Carlos Ramírez Powell, desparpajada pero articulada, anunciaba música inusual y hacía comentarios punzantes sobre la realidad. En 1987 coincidimos en la primera FIL: nos invitaron a un diálogo acerca de “la radio cultural”. Tan modesta era aquella FIL que no había salones. La charla ocurrió en un entorno ruidosísimo en el que nadie podía oirnos. Carlos y yo concluimos que era una buena metáfora de la radio cultural: imposible de escuchar su débil sonido en un entorno escandaloso.
En 1989 acudí a su oficina cuando ya era flamante director de una de esas radios culturales: Radio Universidad de Guadalajara. Lo primero que hizo al verme fue quitarse los zapatos y arrojarlos lejos con una patada. Me pareció exagerado y extravagante pero con los años comprendí que se trataba de un gesto intrínseco a su naturaleza excéntrica. Esa naturaleza que lo llevó a cambiar radicalmente aquella radio, para que peleara con el entorno estridente, para que sí se oyera por la comunidad universitaria y más allá. Acaso con cierta arrogancia juvenil rompió todo, cambió formatos, se enemistó con personajes que parecían inamovibles, incorporó voces y estilos nuevos, aprovechó el contexto a su favor y logró hacer una radio fresca, insolente y que se escuchaba.
Carlos era un tipo singular y sí, excéntrico: fuera del centro, alejado de las normas y los convencionalismos. En su vida profesional buscó siempre el ángulo distinto, las explicaciones alternativas, lo que no aparecía a simple vista; en lo personal optó por la vida modesta, la comida en cafés sencillos, el transporte en su inseparable bicicleta.
No siempre era fácil estar de acuerdo con él: sus posturas en temas geopolíticos, de salud o económicos eran tan controvertidas como provocadoras. Discutía con amabilidad y sin estridencias, nunca buscaba imponer un punto de vista ni tirar netas, pero uno nunca quedaba impasible luego de escucharlo o discutir con él, siempre obligaba a la reflexión, a pensar dos o tres veces, a confrontar las versiones oficiales. Tenía su propia versión de las cosas.
Quedé conmovido al leer en estos días las muchas muestras de afecto y respeto en las redes sociales luego de su muerte. Lo mismo en su velorio donde conversé con mujeres y hombres tristes pero agradecidos con quien acababa de partir. Muchos aseguraban que les cambió la vida, otros consignaban su apertura y disposición a escuchar, unos más alababan su espíritu crítico o su vena juguetona. Todos, su enorme generosidad y calidad humana. Había caras largas pero también mucha plática, risas, anécdotas, escasa solemnidad a pesar de la tragedia, de su muerte súbita y prematura.
Aquel jovenzuelo de Dimensión del Rock se convirtió en un hombre de 68 años de pensamiento apocalíptico que nunca perdió su espíritu irreverente, comprometido, inteligente, polémico y lúcido, divertido, entrañable, extravagante, excéntrico e insustituible.