Fluidos imaginarios

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Hace pocos días, una noticia científica ocupó las primeras planas del mundo. Curiosamente no anunciaba la cura de una enfermedad hasta ahora incurable ni el descubrimiento de vida extragaláctica. Todo lo contrario. Por primera vez en la historia de la ciencia y en rima consonante con la era mediática, la noticia es la noticia misma: no se anuncia un resultado, se anuncia el comienzo de un experimento. El resultado vendrá después.
Compárese con el avance más importante de la historia de la física: las leyes de la mecánica y de la gravitación universal, de 1687. Isaac Newton las formuló años antes de publicarlas, y cuando lo hizo las presentó en el lenguaje más oscuro posible, para disuadir a detractores ocasionales, para evitar la crítica infundada de los que leen superficialmente. Pero los tiempos han cambiado.
Mientras Galileo Galilei fue capaz de cambiar nuestra visión del mundo con un telescopio que actualmente se consigue en cualquier juguetería de Cabildo, la exploración de lo desconocido hoy cuesta miles de millones de dólares. Del otro lado del espejo, Isaac Newton sabe que hay que justificar esos gastos y sonríe con aprobación al leer las eufónicas exageraciones de los titulares de nuestros días: “Partícula de Dios”; “Recreación del Big Bang”; “Máquina de Dios”.
Más allá de hipérboles periodísticas hay, por cierto, un interesantísimo camino a punto de abrirse. El colisionador de hadrones (el ya famoso LHC) no reproducirá el momento de la creación del universo: se producirán choques entre protones acelerados en un anillo subterráneo de 27 kilómetros, procreando diminutas bolas de fuego donde renacerán las partículas que pudieron haber existido en los primeros instantes posteriores al Big Bang. A la manera de la reconstrucción de un dinosaurio a partir de fragmentos fósiles, el descubrimiento de nuevas partículas podría dar indicios de la teoría que rige el universo. Pero la pregunta básica que deberá responder el LHC concierne al origen de las masas de las partículas.
Las teorías actuales explican el origen de las masas, mas para eso necesitan de un éter, una nueva sustancia invisible, la sustancia del vacío, cuya materia prima es el llamado bosón de Higgs (en honor al físico escocés Peter Higgs, quien, agobiado por los múltiples comentarios graciosos, acabó escribiendo un ensayo títulado “Mi vida como bosón”).
Desde sus inicios, la ciencia postuló la existencia de fluidos invisibles. El primero es el ápeiron, una sustancia indeterminada imaginada por Anaximandro de Mileto, que incorpora en forma armónica polos opuestos y a partir de la cual puede explicarse el universo.
Con mayor sofisticación, Aristóteles propone que el mundo terreno está hecho de cuatro elementos: agua, aire, tierra y fuego. Y un quinto elemento, la quintaesencia o éter, sería la sustancia divina de la que está hecho todo aquello que puebla las esferas celestes.
Siglos más tarde, Baruch Spinoza postularía un universo embebido de una sustancia infinita de infinitos atributos que, por definición axiomática, sería Dios. Ya más avanzadas las historias de la ciencia y la tecnología, durante el siglo XVII, y hasta mediados de 1800, la física aceptó dos teorías alternativas del calor: por un lado (la teoría más antigua) es que el calor es la manifestación del movimiento: al frotar la birome creamos agitación de sus átomos; por eso se calienta. Por otro lado, se suponía que el calor era un fluido indestructible (el calórico) que fluye entre los cuerpos. La taza de té se enfriaría porque el calórico pasa de la taza al aire.
La idea del calórico es hoy obsoleta y fue reemplazada por la teoría del movimiento. Sin embargo, en su tiempo alcanzó un llamativo refinamiento matemático y poder explicativo: con la teoría del calórico se explicaba la dilatación de los cuerpos, el origen de la velocidad del sonido, y el físico e ingeniero militar Sadi Carnot la usó para deducir leyes, que hoy siguen siendo válidas para mejorar la eficiencia de máquinas de vapor.
La lección del calórico es que una teoría que funciona y una teoría correcta son dos cosas distintas. En paralelo con el calórico, otro fluido imaginario, el éter, en una versión modificada de la visión aristotélica, era considerado el responsable de la propagación de la luz: del mismo modo que una piedra en el lago crea ondulaciones del agua que se propagan, la luz sería una oscilación del éter.
Einstein, en 1905, en el segundo párrafo de su glorioso artículo de la teoría de la relatividad declara superfluo al éter y propone, contra toda intuición, un esquema en el que la luz se desplaza a una velocidad inalcanzable sin necesidad de un medio sobre el cual propagarse. Los experimentos le darían la razón a Einstein: no había ningún éter, sólo el espacio vacío.
La visión de un mundo libre de fluidos imaginarios prevaleció por muchos años. Pero hoy una nueva versión del éter aguarda su escrutinio.
Sabemos que el mundo está hecho de una fauna microscópica de partículas llamadas elementales, cada una de ellas —hasta hoy se conocen 36— indivisible y distinta de la otra, e integradas como piezas de un rompecabezas en el llamado modelo estándar.
A ese rompecabezas le falta una pieza por descubrir: el bosón de Higgs. Y es una pieza esencial porque proporciona la sustancia del vacío, distribuida en todo el espacio, una especie de alfombra donde todo rueda con esfuerzo y hace que las partículas adquieran masa.
Por su parte, la existencia del bosón de Higgs generaría muchas preguntas y problemas teóricos —Stephen Hawking apostó 100 dólares en contra de su existencia— cuya resolución parece requerir un nuevo zoológico de partículas al alcance del LHC.
A lo largo de la historia, la ciencia acudió a ingeniosos artilugios y fluidos imaginarios para el funcionamiento de algunas teorías. Algunas mitologías imaginaron una Tierra sostenida por el caparazón de una tortuga. Hoy, el modelo estándar de las partículas elementales está sostenido por el bosón de Higgs, la sustancia del éter del siglo XXI, sin el cual la teoría se derrumba, pues describe un universo totalmente diferente del nuestro, donde el electrón y otras partículas no tienen masa y se mueven como la luz.
El gran desafío del LHC es encontrar a esta tortuga, y explicar cómo se sostiene a sí misma.

*Doctor en física. profesor/investigador de la Universidad de Michigan, EE. UU., integrante de la red de comunicación y divulgación de la ciencia.
** Jorge Russo es doctor en Física, especializado en la teoría de supercuerdas. Profesor de la Institución Catalana de Investigación y Estudios Avanzados (ICREA), en la Universidad de Barcelona.

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