Al este de Chapalita

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080622 ocio fotos de la glorieta chapalita, artesanos, vendedores de arte, globos en bicicleta y paseantes de la glorieta. foto giorgio viera.

Son las cinco de la tarde en la Avenida Guadalupe, esquina Avenida de Las Rosas. El oficial de vialidad mira de un lado al otro de la calle justo en la esquina de la glorieta, junto a la farmacia. El tráfico, un poco más fluido que otros días de la semana, es constante; casi con valentía, el oficial camina hacia la mitad de la calle junto al paso peatonal levantando la mano —sin silbato para no perturbar a los perritos y paseantes de la glorieta— e indica a los conductores que se detengan. El tráfico se paraliza y aquella familia que quería comprar unos elotes con crema a la vuelta de la esquina cruza con seguridad después de que el oficial se los indica.
Una lona con la fotografía de media docena de perros Huskies anuncia paseos en trineo dogsledding, los canes, por supuesto, son la fuerza que mueve al trineo. A un lado, formando un anillo exterior a la glorieta, es posible encontrar barcos en miniatura, ropa de fayuca, perfumes, piedras semipreciosas en bruto, pulseras hechas con semillas, el puesto ambulante lleno de banderas mexicanas made in china, rehiletes tricolores, sombreros de paja ridículamente grandes; el puesto de los dulces, la señora que se tropieza con el desnivel del pavimento, la niña que corre al puesto de raspados, la pareja que descansa junto a su obeso bulldog que jadea con los ojos desorbitados.
En el quiosco, los niños como antaño podía verse en cualquier otro jardín, corren de un lado a otro, mientras otros se divierten con su más reciente adquisición: una lagartija de espuma con ojos de lentejuela y correa de alambre, una pelota de plástico con resorte, o un cachorrito. Algún infante mueve con rapidez el alambre que lo conecta con el largo cuerpo de la lagartija de espuma, que velozmente vibra y luego se detiene cuando el chico se cansa o cuando papá llega diciendo: ¡Hijo, vámonos ya!
El pintor deja detrás de sí los cuadros que ofrece al público, mientras se dedica a detallar algún cuadro cuyo caballete está apoyado en uno de los árboles del jardín; la paleta embarrada de óleos en tonos de rojo y amarillo, intriga a quienes desconocen la creación real del arte pictórico y miran al creador fijamente, con admiración. Los paseantes, a veces ignorantes de lo que ven, tienen frente a ellos una variadísima colección comparable a la de una ecléctica galería de arte: lo figurativo y lo abstracto; lo sublime y lo vulgar; lo onírico y lo real; paisajismo e intimismo, etcétera.
Algunas creaciones que pueden verse en un recorrido por la orilla de la glorieta: un escudo del Atlas, el personaje de caricatura infantil, la imitación de una obra conocida, una mujer desnuda dibujada a lápiz, cuadros con pequeñas creaciones huicholas elaboradas con chaquira, esculturas de madera de ángeles con una espada en la mano, figurillas de plastilina instaladas en diminutos contenedores de vidrio, cuadros que imitan el estilo cubista de Picasso o manchas aparentemente hechas al azar en el lienzo, réplicas de la técnica de Pollock.
Para la sorpresa de quien sólo ha pasado por ese lugar en auto, es posible comprar cachorros de raza, incluso con pedigree: Chihuahueños, Pugs, Beagles, Terriers, San bernardos, y tres cachorros Golden retrievers son la oferta de esta semana. Algunos esperan a sus futuros dueños en jaulas metálicas; otros miran melancólicamente a los paseantes en los brazos de sus vendedores; algunos más, quizás sufriendo una carga de estrés innecesaria, son llevados en canastas entre los paseantes. A excepción de los golden retriever que se encuentran sentados en una banca junto a sus dueños y de los que están en la canasta, el resto de los cachorros duermen profundamente.
Más allá, por la avenida, pueden verse claramente los letreros de las pastelerías, neverías, cafés, restaurantes y boutiques que conforman, para muchos, el atractivo comercial de la zona. Una pareja de abuelos consentidores entra al local de las paletas Manhattan y compra un galón de helado casero sabor vainilla para sus golosos nietos; en tanto una señora sentada fuera de la tienda, come una paleta de frutas. En otra nevería, a sólo unos pasos de la anterior, la chica del mostrador saca del refrigerador uno tras otro los contenedores de helado, buscando aquel que contiene el sabor elegido por su cliente.
En la pastelería “de autor”, las ingeniosas creaciones reposan dentro de un refrigerador de cristal a la vista impúdica de algún paseante que, glotón, se detiene a ver las tartaletas y pastelillos, en tanto el dependiente, aburrido, ve una película en el canal cinco en una pequeña televisión portátil. Justo en la esquina opuesta, los vendedores del puesto de ropa y bolsas de imitación, cubren su mercancía con grandes plásticos de color gris, pues las nubes, más oscuras que de costumbre, amenazan con liberar una tormenta. Un grupo pequeño de jóvenes entra en el café más chic del momento, ordenan en la caja desordenadamente y se sientan en la terraza, platican incansablemente de trivialidades hasta que anochece.
Mañana lunes, a esta misma hora, los oficinistas saldrán en sus autos de los edificios, los dentistas estarán en consulta, algunos negocios esperarán unas horas antes de cerrar sus puertas; el tráfico se volverá insoportable en Avenida Tepeyac, y los restaurantes prepararán los lugares que han sido reservados a mediodía. La máquina moledora de café de pastelería estará trabajando normalmente, sin ningún indicio de que una hora después fallará y deberá ser reparada en los próximos días. Seguramente, no habrá tantos perros en la glorieta.

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