
En el corazón del CUCiénega, Óscar Ríos guía a sus alumnos en actividades que combinan técnica, análisis y creatividad. Con una trayectoria de más de tres décadas en la Universidad de Guadalajara, ha formado generaciones de químicos, equilibrando su pasión por la docencia con la familia, los hobbies y la curiosidad que siempre lo ha acompañado
Sentado en el mismo lugar donde fue fotografiado al recibir su reconocimiento por 35 años de servicio en la Universidad de Guadalajara, el profesor Óscar Jaime Ríos Díaz rememora sus primeros destellos de curiosidad por la química, cuando en tercero de primaria aún no imaginaba que aquellos experimentos con el sabor y la composición de un yogur estaban, en realidad, marcando el inicio de su pasión por esta ciencia.
Proveniene de una familia con una sólida tradición académica: hermanos que se especializaron en distintas áreas, como ingeniería electrónica y la docencia, y sus padres fueron docentes que concluyeron estudios de maestría. Crecer en un entorno así le permitió valorar desde muy temprano la importancia de la educación y la formación profesional.
Ingeniería Química, en el Centro Universitario de Ciencias Exactas e Ingenierías (CUCEI), fue la carrera que llamó su atención en aquel 1984, cuando la ciencia ya era un tema relevante en la sociedad, e incluso para muchos, una vocación. Eran años en los que la tecnología apenas asomaba en los laboratorios: los cálculos se hacían a mano, los planos se dibujaban en papel milimétrico y la precisión dependía más del pulso que del software.
Ríos recuerda aquellas jornadas de dibujo técnico que podían durar tres o cuatro días, en las que un simple error lo obligaba a repetir todo desde el principio. “No existían las computadoras, y si la línea del lápiz era más gruesa en un punto, había que hacerlo todo otra vez”, cuenta con una mezcla de nostalgia y alivio. Esa experiencia, sin embargo, sembró en él una inquietud: buscar maneras de agilizar los procesos sin perder la exactitud.
Durante sus años universitarios desarrolló una mente práctica y resolutiva. La frustración de pasar horas calculando y redibujando lo llevó a imaginar que, algún día, habría programas capaces de hacer los mismos cálculos en segundos. Esa intuición marcó el rumbo de su formación y sería, años más tarde, la base de su tesis: un modelo computacional para agilizar cálculos de destilación.
Desde sus primeros años de carrera, mostró un interés activo por la práctica en laboratorios. Mientras estudiaba, trabajó como asistente de varios profesores, y fue en esos espacios donde realizó sus primeros ensayos, como la formulación de una crema corporal a base de colágeno, siempre bajo las normas de seguridad y utilizando los recursos del laboratorio. Estas experiencias le dieron una base sólida y le abrieron un panorama amplio sobre los distintos procesos químicos y materiales con los que podía trabajar.
Después de graduarse, Ríos Díaz continuó su preparación académica y profesional en el área de procesos químicos y biotecnología en el CUCEI, especializándose en temas como destilación, fermentación y transformación de azúcares. Durante cuatro años, su perfil comenzó a tomar forma entre laboratorios, reactores y fórmulas, pero también entre pizarrones y estudiantes: sin buscarlo, su vocación docente empezaba a gestarse.
Su llegada al Centro Universitario de la Ciénega no fue inmediata ni planeada. Mientras trabajaba en su tesis de maestría, algunos amigos originarios de Ocotlán lo invitaron a sumarse al centro universitario. Al principio dudó, ya que su intención era estudiar un doctorado en el extranjero, pero cuando se retrasaron los trámites para su solicitud fuera del país, decidió quedarse temporalmente en Ocotlán, y terminaron siendo más de treinta años.
Al inicio, su interés era conocer cómo se gestaba un centro universitario de reciente creación y observar el desarrollo de cada área y carrera. Fue invitado por el rector a dar clases y, gracias a un programa de apoyo de la red de la Universidad de Guadalajara, complementó su sueldo con un puesto administrativo: la primera jefatura de Servicio Social del centro, que en ese momento era multifuncional, pues no había estudiantes prestando servicio social. Su participación también incluyó los primeros programas de educación a distancia en el CUCI. Trabajó en el desarrollo del primer diplomado a distancia en Ingeniería Ambiental, transmitido vía satélite y conectándose por línea telefónica con los alumnos.
Mientras conversa, Óscar revela una pasión increíble por lo que hace; en cada anécdota conecta algún experimento, método o proceso que vive unido a cada recuerdo. Sus primeros días en la docencia estuvieron llenos de retos: al principio pensaba como ingeniero y no como docente, enfocándose en la técnica y la práctica, más que en la pedagogía.
Quería ver a sus alumnos dominar cálculos y procesos químicos, pero pronto comprendió que enseñar requería algo más que transmitir conocimientos: necesitaba motivar, guiar y despertar la curiosidad de los estudiantes: “Tuve que tomar cursos posteriormente para aterrizar todas esas ideas, poder hacer manuales, por ejemplo, de prácticas, manuales del mismo programa de la carrera y tuve que modificarlo un poco”, comparte.
Uno de los hitos más importantes en su trayectoria fue la creación del Laboratorio de Química en CUCiénega, un proyecto que Óscar recuerda con entusiasmo: “La historia comenzó con el material que nos donaron por parte de las mismas instituciones de la universidad y otros centros universitario. Ellos reemplazaban equipo nuevo y, en lugar de desecharlo, lo donaban”, comenta.
Gracias a estas donaciones, y al apoyo de empresas como Celanese y Nestlé, Óscar y su equipo comenzaron a organizar un espacio que poco a poco se convirtió en el corazón de la formación práctica del centro. “Creció tanto ese almacén que después se tuvo que solicitar que se abriera un almacén de reactivos, porque había de todos y había muchos reactivos”, recuerda, destacando cómo transformó los recursos disponibles en oportunidades de aprendizaje.
El laboratorio fue también un lugar de experimentación y descubrimiento. Óscar se involucraba con los procesos y enseñaba a sus alumnos a observar cada reacción como parte de su formación profesional. “Lo que nos interesa es el análisis final, que ellos demuestren que lo que hicieron está bien hecho… si realmente obtuvieron alcohol o no obtuvieron alcohol”, explica, refiriéndose a las fermentaciones que realizaban en clase. Cada experimento era una oportunidad para enseñarles a pensar críticamente y a comprender la Química, más allá de las fórmulas y los procedimientos.
También se enfrentó al desafío de trabajar con estudiantes de todas las edades y experiencias. “Había de todo, y eso me causó una impresión de que hubiera gente mayor que yo tomando mi materia”, recuerda. Este contacto le permitió descubrir el valor de la enseñanza: motivar, acompañar y adaptarse a cada alumno. “La experiencia de cómo los ha unido el conocimiento (…) al final lo que hace es esa conexión con las personas”, reflexiona, mostrando cómo la química y la enseñanza se entrelazan con vínculos humanos duraderos.
Mientras habla sobre la creación del laboratorio y las primeras generaciones, Marcelino Solorio Vázquez recuerda su primera clase con él: “La verdad me dio una impresión muy buena porque es un profesor que da su trabajo con esmero”. Desde el primer momento, Óscar se destacó por combinar teoría y práctica: “Lo distingue de otros profesores porque explica en el pizarrón y son muchas prácticas, uno está siempre haciendo el trabajo, los motiva… demostrando por su propia cuenta para enseñarle a la clase”.
La cercanía con los alumnos también quedó marcada: “No tiene ninguna reacción mala cuando alguien se equivoca… salvo cuando utilizamos compuestos reactivos o compañeros que no ponen atención”. Y algunas clases se volvían memorables, como aquella donde experimentaron con espectrografía usando rayos ultravioletas e infrarrojos: “Nos enseñó cómo utilizarlos y lo hizo muy bien, vaya, y eso sí no se nos olvidó”.
Marcelino resalta la influencia de Óscar más allá de la química: “Nos ha hecho valorar más laboratorio y físicoquímica (…) incluso le dio clases a mi tío, empezando desde hace 20 años hasta conmigo. Es muy bueno que al maestro le guste dar e impartir sus clases”. Al hablar de su aniversario laboral, Marcelino concluye: “Ojalá siga mejorando y ya si un día se jubila, que sea muy tarde, porque es muy buen maestro”.
A lo largo de los años, no solo ha formado generaciones de estudiantes, sino también vínculos sólidos con sus compañeros de trabajo. Jacobo Aguilar Martínez, profesor investigador, recuerda haberlo conocido en 2011, gracias a un colega en común. Desde entonces, han compartido no solo el aula y proyectos académicos, sino también el camino diario de ida y vuelta a Guadalajara, una rutina que con el tiempo se convirtió en un espacio para la amistad y la reflexión.
“Es un hombre muy responsable, puntual y constante; antes de fallar en algo, primero cumple con sus responsabilidades”, comparte Jacob. En su relato, destaca también el gusto genuino del profesor Óscar por la química inorgánica, la síntesis de materiales y la cristalización, áreas en las que ha desarrollado su pasión durante décadas.
“Para él, impartir clases no es una obligación, sino una forma de hacer vida, su hobby”, explica. Esa dedicación, dice Jacob, se refleja tanto en su trabajo como en su trato: respetuoso, honesto y dispuesto siempre a apoyar a quien lo necesite. “Es un honor tener a un amigo y colega que ha formado a tantas generaciones, que les ha mostrado grandes habilidades y que mantiene la misma fuerza y determinación después de tantos años”.
Aun con los retos de los traslados diarios y la vida familiar, Óscar mantiene un equilibrio que le permite cumplir con sus responsabilidades y dedicar tiempo de calidad a su hijo: “Al principio me pesó porque realmente no veía a mi hijo… posteriormente me hice más consciente y cuando llegaba realmente tenía que darle la atención, llevarlo a parque, a actividades, pasar tiempo con él”.
Además de su pasión por la química y la docencia, mantiene un vínculo cercano con sus hobbies, que le permiten desconectarse y disfrutar de su tiempo personal. La natación, por ejemplo, ha sido siempre una de sus grandes pasiones: “Anteriormente me iba a nadar, corría, nadaba, y dos veces a la semana participaba en el equipo de waterpolo”, recuerda.
La jardinería es otra de sus aficiones que combina curiosidad científica con cuidado personal: “Mi entretenimiento es mi jardín, donde tengo diferentes plantas… el año pasado tuve 20 mangos de distintas especies y los tuve que sacar de mi jardín porque iban a hacer muchos árboles”, comparte. Además, experimenta con plantas para usos culinarios y aromáticos, demostrando que su interés por la transformación y la observación se extiende más allá del laboratorio.
Estas actividades no solo reflejan su amor por el aprendizaje y la experimentación, sino también su manera de equilibrar la vida profesional con la personal: “Aprendí también a no llevarme trabajo, todo lo que tengo que hacer es aquí, a vivir mi vida familiar y personal, como debe ser, y mi área de trabajo, pues también respetarla como tal”, afirma, dejando en claro la importancia que le da a cada aspecto de su vida.
De los experimentos de laboratorio a la creación de su propio centro de aprendizaje, de las primeras generaciones de estudiantes a los vínculos humanos que aún conserva, cada experiencia se entrelaza con su pasión y su dedicación. Hoy, su vida profesional y personal se equilibran entre el rigor de la docencia, el amor por su familia y los pequeños placeres de sus hobbies, dejando claro que la verdadera química que ha aprendido a dominar no solo transforma compuestos, sino también personas y generaciones enteras.
Este contenido es resultado del Programa Corresponsal Gaceta UdeG que tiene como objetivo potenciar la cobertura de las actividades de la Red Universitaria, con la participación del alumnado de esta Casa de Estudio como principal promotor de La gaceta de la Universidad de Guadalajara.
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