Una tarde de domingo en las Nueve Esquinas
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Punto tradicional de Guadalajara, el espacio ha sido renovado y su nueva vocación es la comida y las cantinas, pero allí nació el autor de La negra Angustias, Francisco Rojas González, y hace mucho estuvieron Consuelito Velázquez y Vicente Leñero

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Es domingo y el cielo nublado tiñe de gris el centro de Guadalajara, dándole un aspecto triste. Los objetos y la poca gente que hay en las calles, aunque coloridos, lucen opacos.

El ambiente depresivo transcurre conforme avanzo por Galeana, desde el Barrio del Santuario, y una cuadra antes de arribar a las Nueve Esquinas, a la altura de la calle Libertad, la música de mariachi impregna el aire de alegría y se mezcla con los sonidos de marimba que salen de una finca que data de principios del siglo XIX, y que en la actualidad alberga al restaurante El Pilón de los Arrieros.

Aunque no se conmemora ninguna fecha importante, es domingo, y la gente, a pesar del cielo nublado, tiene ganas de divertirse.

Son las tres de la tarde, y es hora de la comida. Decidida entro al Pilón de los Arrieros.

Esparcidas sobre un suelo de amplios cuadros pintados de rojo, se extienden por todo el local mesas de madera pintadas de café oscuro, alrededor sillas con respaldo y asiento de palma tejida, también hay cómodos equipales; sobre las mesas hay floreros con flores color rosa mexicano intenso; un platón hondo con rebanadas de cebolla morada y curtida; otro con salsa roja y otro más con verde, dando un aspecto alegre y apetitoso a la mesa.

Alrededor de la sala principal hay arcos, de los que cuelgan con hilos piñatas multicolores, todas adornadas con picos dorados o color rosa mexicano metálico.

La comida que ofrece el menú es variada: hay birria de chivo tatemada preparada con chiles mirasol, ancho y pasilla, más el ingrediente secreto; barbacoa de borrego sobre pencas de maguey; el platón arriero: una combinación de birria, barbacoa y machito. Hay, además, carne asada, pescado a la veracruzana, sopes, sopa de tortilla, caldo de setas, caldo tlalpeño, mole verde… El Pilón de los Arrieros, con nueve años de antigüedad, tiene como particularidad ofrecer a sus clientes comida mexicana variada.

Entrar a un restaurante es introducirse por unas cuantas horas en un espacio con sus personajes e historias. Todas transcurren alrededor de la comida, de la convivencia con otros amigos y de las pláticas que surgen.

Me siento en una de las mesas, frente una pareja de novios. Ella se para y camina en dirección a los baños, mientras el muchacho se queda solo, acompañado de su celular. No deja de mirar la pantalla. Ríe y se embelesa con el objeto. Éste es motivo de su total atención en el breve instante que ha sido dejado en soledad por su novia.

Para su desgracia, porque no sabe el drama que se avecina, el teléfono se apaga. La batería se ha agotado. Molesto, lo deja sobre la mesa sin saber qué hacer. Minutos después, entra una muchacha vestida con un pantalón de cuero pegado al cuerpo y suéter que marca con detalle su cintura. El abandonado novio, antes arrobado por la tecnología, no deja de mirar a la recién llegada. La sigue y se la come con los ojos. La novia que se acerca, se da cuenta y frunce el entrecejo.

—Mi amor, no creas lo que piensas.

—Te vi. No te hagas.

—No te enojes. Tú eres más guapa.

La muchacha hace un mohín de disgusto. El novio pone cara de tristeza y reclina su cara hacia un lado, como cachorrito pidiendo clemencia. En ese oportuno momento llegan los platos de comida: dos órdenes de birria, acompañada con frijoles negros y tortillas calientes. La música y el alimento amansan a las fieras, aún las humanas, y la muchacha decide comer, al igual que su arrepentido novio.

Después de comer, camino hasta Colón, cruzo la calle. Sigo hasta la birriería El Paisano. Enfrente del Oxxo, y después de la birriería El Paisano, puede notarse una parte deteriorada del barrio donde la armonía arquitectónica se rompe para dar paso a locales con las cortinas metálicas bajas. Lo que da un feo aspecto a las casonas que los albergan. Afuera de una finca echa su siesta, tapado con una cobija mugrienta, un indigente.

La soledad de la calle atemoriza e impone. El escenario es ideal para trasladar el espacio a una novela, donde se cometa un asesinato. Mi imaginación corre de prisa, y no tardan en venir a mi mente las noticias leídas en diferentes medios: “Denuncian inseguridad en la zona de las Nueve Esquinas”, “Tres detenidos tras robo en las Nueve Esquinas”, “Buscan mejorar la seguridad en la zona de las Nueve Esquinas”.

Decido cambiar de rumbo y pasear sobre la calle Colón, rumbo a la Leandro Valle y hasta Nueva Galicia, pero el panorama es similar: todo casi desierto, y los locales no dan muestras  de actividad. Muchos de ellos lucen grafitis en sus exteriores. A lo lejos alcanzo a percibir a otro indigente dormir sobre una banca de una pequeña plaza, ubicada en el cruce con Nueva Galicia. Igual panorama solitario puede encontrarse sobre Colón rumbo a Ocampo.

Decepcionada decido regresar a la parte más bella del barrio, sobre la calle Galeana, que está cerrada a los automotores. Me siento junto a la fuente, mientras observo a las personas que por ahí merodean, e imagino cómo luciría el barrio de las Nueve Esquinas en el siglo XIX, cuando había mesones y llegaban los arrieros a tomar un descanso y a comer, y cómo era el barrio posteriormente, cuando vio nacer al escritor Francisco Rojas González y cuando albergó a Consuelito Velázquez y Vicente Leñero.

 

 

 

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