Un infierno sin metáfora

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Unos minutos le bastan a Luis Estrada para pintarle el paisaje a sus espectadores desde cero: Benjamín sale deportado por la puerta chica de la frontera, uno más de entre la fila de “mojados” a los que les dice un gí¼ero que no vuelvan. Corte. Asaltan a Benjamín y a todos los pasajeros del camión en el que viaja por las carreteras desérticas del Norte. Corte. Unos soldados lo catean con los pantalones abajo y le sacan de los calzones los dólares que le quedaban. Corte. Le besa la mano a una anciana afuera de una casa hechiza en medio del campo desolado y seco. Su madre lo reconoce a duras penas tras 20 años sin noticias de él.
Tampoco “El Benny” reconoce su propio pueblo: han asesinado a su hermano menor, por las calles pasan camionetas a fuego abierto, los peatones saquean el cadáver resultante, los locales se ven vacíos y no hay negocio que prospere… excepto la cantina, el motel, las prostitutas y el narco.
Estrada aprovecha la visión de extranjero de “El Benny” para explicar punto por punto la inverosímil realidad de un poblado regido por la violencia, el cohecho, la extravagancia y el tráfico de armas y drogas ilegales; a cuya estructura y modus vivendi pronto se incorpora, pasando como si nada de la condena moral a la excusa pragmática, y adoptando para sí la explicación de “El Cochiloco”, su amigo de antaño, compadre de intención y palanca de entrada a la mafia: “Es que no hay de otra”.
Para relatar el día a día en la chamba de narco, se suceden una tras otra escenas de un realismo estremecedor: el bautizo solemne de una pistola con cachas de nácar; el pago de la cuota de impunidad a los policías y el castigo correspondiente por su infidelidad; la literal cacería de cabezas entre hermanos; la redacción de narco-cárteles llenos de errores pero no exentos de ingenio; la captura de chivos expiatorios para quedar bien con el supervisor; la inauguración caritativa de una escuela que regala el cacique, etcétera, etcétera.
Con El infierno, Luis Estrada dice completar su trilogía “verde, blanco y rojo”, que empezó en 1999 con La ley de Herodes y continuó en 2006 con Un mundo maravilloso. Además de repetir actor fetiche en el protagónico (Damián Alcázar), el hilo conductor de las películas es el tema: una caricaturización crítica de las atrocidades que componen realidad política, económica y social de México, respectivamente. Pero El infierno rompe en algo la fórmula: es más difícil encontrarle la veta de humor negro, tan parecida resulta la ficción a la realidad, sin apenas deformación o farsa.
Con todo, forma parte de la oleada de películas patrióticas del Bicentenario auspiciadas por Imcine, organismo que aportó 12 de los 25 millones de pesos que costó en total la producción, y ha gozado de amplia distribución comercial en las cadenas de cines más importantes del país.
Sin embargo, sus creadores se inconformaron con la clasificación “C” que le otorgó la Secretaría de Gobernación, a través de la prensa, en el Congreso con la intervención de la actriz y senadora María Rojo, y en el cartel promocional de la película, al que añadieron un letrero que reza: “Censurado por violencia gráfica, lenguaje procaz y criticar la guerra emprendida contra el narco y el crimen organizado”.
Estrategia de mercado o legítima preocupación por hacer llegar su mensaje, lo cierto es que la restricción de edad para su exhibición, El infierno recaudó ocho millones de pesos en su primer fin de semana de presentación en el país y ésta es ya su cuarta semana en cartelera.

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