Un brindis por Bukowski

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De 18 a 18:50 horas. Todos sabían que 50 minutos era muy poco. Por eso el 1 de diciembre ya había admiradores de Charles Bukowski en el Café Literario del pabellón de Los íngeles desde una hora antes, oyendo la charla de un crítico gourmet que ganó el Pulitzer 2007 por sus reseñas de restaurantes. Cuando Jonathan Gold salió de la sala, buena parte del público se quedó, contento de no haber tenido que hacer fila ni luchar por una silla. En cuestión de minutos cada espacio vacío se llenó: había tantas personas de pie como sentados en la alfombra, amontonados, bullentes.
John Peede trataba de aquietarlas mientras presentaba a la mesa: B.H. Fairchild, Jerry Stahl, Marisela Norte, Suzanne Lummis. “A juzgar por el tamaño de la muchedumbre, supongo que han oído hablar de un cierto poeta llamado Bukowski, así que no tardaré mucho hablando de su biografía”.
Nacido en los años 20 en Alemania, creció y murió en Los íngeles; alguna vez dijo que en las bibliotecas no encontró la clase de autores que buscaba, todo lo contrario a lo que dijo Ray Bradbury un día antes en su propio homenaje. Así dio pie a la primera ronda de comentarios entre los ponentes de voz apresurada.
“A Bukowski le gustaba decir cosas escandalosas, él mismo era muy escandaloso. Por eso no todo lo que dijo tiene gran valor. Sabemos que aprendió de muchos autores, como Hemingway y Henry Miller, y a ellos los conoció en la biblioteca”. Fairchild no fue el ponente más popular: considera a Bukowski un poeta menor, lo prefiere por su prosa y enfatizó en separar al personaje de la obra.
“Su mayor trabajo de ficción fue probablemente él mismo”, Stahl aprovechó todas las ocasiones posibles para decir frases contundentes y divertidas.
Marisela Norte criticó a los jóvenes escritores que intentan ser como Bukowski y postean en facebook que son las cuatro de la mañana y están borrachos. Pero también hizo un regalo sentimental a un joven con una foto de Bukowski en la playera: su vieja antología de poemas, tan vieja que el separador fosforescente ya era blanco en el rebase.
Lummis defendió también a las bibliotecas, donde Bukowski encontró a John Fante, “un escritor que lo hizo sentir que podía escribir”, y recordó que él nunca dejó de colaborar con cualquier revista, aún las más ínfimas.
Las palabras se agolpaban, y las manos alzadas. El micrófono cayó en el único asistente con una cerveza en la mano: “Que chinguen a su madre los intelectuales. Y por supuesto, que chingue a su madre Bukowski”.
Se habló de la diferente percepción en Estados Unidos y Europa: para unos es poeta, para otros narrador; se dijo que en Stanford habían tenido que poner un refrigerador en el estrado para que no se le acabaran las cervezas; se le preguntó a las mujeres de la mesa cómo se sentían ante el maltrato de su género en la obra de Bukowski, y contestaron que una parte de ellas lo despreciaba, pero lo pasan por alto. A fin de cuentas todavía “la poesía en Los íngeles es un club de chicos” (Marisela N.).
El término fue el cenit, poesía al fin. Lummis leyó en inglés: “don’t worry, nobody has the beautiful lady, not really, and nobody has the strange and hidden power, nobody is exceptional or wonderful or magic, they only seem to be…”, y luego en mal, pero anhelante español: “Todo es un truco, un gancho, una estafa, no te lo tragues, no lo creas. El mundo está lleno de billones de personas cuyas vidas y muertes son inútiles y cuando uno de ellos salta y la luz de la Historia brilla sobre él, olvídalo, no es lo que parece, es sólo otro acto para atontar a los tontos otra vez.
”No hay hombres fuertes, no hay mujeres hermosas, al final por lo menos, puedes morir sabiendo esto y tendrás la única victoria posible”.

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