Respecto a la homeopatía

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De lo dicho y recomendado sobre la gripe A, destaco un rasgo de sensatez colectiva: la omisión casi total a los remedios homeopáticos, algo llamativo si se tiene en cuenta que, según una encuesta de TGI (Target Group Index, una compañía inglesa de investigaciones de mercado), el 25 por ciento de los argentinos que viven en áreas urbanas confían en la homeopatía.
En la genealogía seudocientífica, la homeopatía ostenta un aura de legitimidad sobre sus parientes cercanos, la astrología o la numerología. Pero, a pesar de esa diferencia de prestigio, todas comparten un atributo: el uso de conocimiento científico establecido como trampolín de salto hacia un territorio mágico fuera de la lógica científica.
La homeopatía se basa en dos principios propuestos por el médico alemán Samuel Hahnemann en 1810 en su Organon de medicina homeopática: la “ley de los similares (homeo)” y la “ley de los infinitesimales”. Según la primera, una sustancia que causa ciertos síntomas en un individuo sano cura al paciente enfermo (pathos) con los mismos síntomas. Según la segunda —una especie de “menos es más”—, un remedio se vuelve más efectivo al diluirse, de modo que los más potentes son aquellos diluidos al punto de no contener una sola molécula de la sustancia activa.
Si bien en 1810 la idea de las moléculas ya andaba dando vueltas (Amadeo Avogadro publicaría su hipótesis molecular al año siguiente), todavía no había certeza de su existencia, de modo que sería injusto cuestionar por esto a Hahnemann. Pero hoy sabemos mucho más y esas “leyes” contradicen el conocimiento científico acumulado entre tanto.
El trampolín de apoyo de la homeopatía es la analogía de la ley de los similares con el funcionamiento de las vacunas y un atisbo de asidero de la doctrina de los infinitesimales, ya que algunas drogas son más efectivas en diluciones pequeñas. “El error homeopático —dice Martin Gardner en su clásico Fraudes y falacias en nombre de la ciencia— fue tomar estas verdades parciales, extrapolarlas al límite del absurdo y aplicarlas universalmente a todos los medicamentos”.
Parte del prestigio de la homeopatía frente a otras seudociencias se basa en que el conocimiento médico actual es comparativamente inferior al de las matemáticas y la astronomía. Al fin y al cabo, la complejidad de la vida es superior a la del cosmos. En medicina quedan profundas incógnitas por explorar, y hay muchas terapias cuyo funcionamiento no se entienden bien. Pero con la homeopatía la situación es diferente: se entiende por qué no puede funcionar.
Para ilustrar su grado de extravagancia (desde el punto de vista físico), consideremos la preparación homeopática más famosa para los síntomas de la gripe: el Oscillococcinum (marca registrada de la compañía francesa Boiron), que se consigue en los supermercados de mi ciudad a unos ocho dólares el paquete de tres comprimidos. En la cajita leo el símbolo “200CK”.
Esto significa que la sustancia activa (derivada del hígado de pato) es primero diluida al 1 por ciento: digamos que se agrega una gota en un frasco con 99 gotas de agua. Se agita el frasco y se agrega una gota de la mezcla resultante en un segundo frasco con 99 gotas de agua. Y se repite ese procedimiento 200 veces.
El resultado es que la mezcla final tiene una fracción de gota activa equivalente a una parte en 100 elevado a la potencia 200 (o, lo que es lo mismo, uno seguido de 400 ceros). Compárese con el número de átomos de todo el universo, que es “apenas” uno seguido de cien ceros (el proverbial “googol”) para concluir que, aún tomándome galaxias y galaxias de píldoras, no podría garantizar que tomé, ni siquiera, una molécula de la sustancia activa.
La escuela homeopática dice que esa dilución casi absoluta —una dilución al límite de la ilusión— no importa, ya que el agua puede “recordar” que la sustancia estuvo ahí alguna vez.
¿Cómo se explica, entonces, la popularidad de la homeopatía? El abanico de razones incluye el desencanto del público con la medicina tradicional, el hecho de que ciertas enfermedades siguen sin curarse, el miedo a los efectos secundarios de las drogas convencionales y la comprensión errónea (enraizada en las creencias supersticiosas) de la diferencia entre correlación y causa y efecto. Por ejemplo, una alta proporción de obesos toma refrescos light, eso no quiere decir que éstos causen obesidad. Discernir una relación de causalidad requiere aislar los factores que puedan actuar simultáneamente, y la cosa se complica cuando intervienen experiencias personales que dificultan identificar qué es causa y qué es efecto.
Para Edzard Ernst, profesor de medicina complementaria en la Universidad de Exeter y autor de más de 700 artículos serios sobre el tema, la mejoría de un paciente que consulta a un homeópata no implica que ésta se deba al medicamento.
La primera consulta puede durar casi una hora, lo suficiente para generar empatías y “aumentar las expectativas del paciente”. “El remedio podría ser un placebo y, el encuentro, terapéutico”.
En conclusión, los efectos de la homeopatía son más cercanos a la sugestión que a la acción química de un compuesto. Pero las fantasías pueden ser reconfortantes y, mientras sean inofensivas, tampoco sería sensato censurarlas. Al menos no a la manera de sarcasmos como el del astrónomo Philip Plait: “Si la homeopatía funciona, entonces obviamente es más fuerte cuanto menos se use. Por lo tanto, la mejor forma de aplicarla es no usarla”.

*Doctor en Física y músico. Es Profesor de la Universidad de Oakland en Michigan, Estados Unidos. Sus publicaciones de libros son acerca de la física teórica, el origen geométrico de formaciones geológicas y la Divulgación Científica. Este texto se publicó en Crítica de Argentina. El doctor Rojo es uno de los participantes del II Coloquio internacional de cultura científica de la FIL 2009. Red de Comunicación y Divulgación de la Ciencia. Unidad de Vinculación y Difusión.

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