Mi madre fue maestra. Me enseñó a mí primero, pero también mostró el camino para disfrutar del conocimiento a muchos niños después, y no creo equivocarme si considero que ella forma parte de una generación extraordinaria de maestros mexicanos.

Dicen los loquitos geniales que escriben Freakonomics (Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner) que la educación en el mundo perdió a los mejores profesores cuando las mujeres más inteligentes consiguieron libertad para escoger otras profesiones, profesiones distintas a las de la docencia en las primarias y guarderías.

No lo sé. Yo veo que el mundo ha ganado con biólogas y policías, con ingenieras y periodistas, con investigadoras y catedráticas universitarias, mujeres que, por cierto, no habrían sido ni biólogas ni policías sin la intervención de un buen maestro, uno. Uno al menos. Pero Levitt y Dubner tienen un punto que no discuto:

los profesores promedio están muy lejos de lo que requiere el espíritu humano.

Dije espíritu, no se confunda con el alma individual. Intento aludir más bien al aliento que nos une con los que estuvieron antes. Lo que nos identifica con los soldados romanos y las creencias aztecas, los astrónomos mayas y los óleos de Vermeer, las aventuras de Cousteau y la pasión de Hernán Cortés, las herramientas de los cromagnon y la cocina de Escoffier. Ese aliento que nos hace pensar que hay algo entre nosotros, ciudadanos perdidos del siglo XXI, la tradición judeocristiana y la herejía de los primeros cirujanos.

¿Qué nos hace pensar que algo nos une con Shakespeare o con Nefertiti? ¿La nariz, los dos ojos, el corazón, los pulmones, las dos piernas?

No. Lo que nos une con ellos, con Homero y Ho Chi Min, incluso con Hitler o con alguien de memoria más luminosa, como Martin Luther King, es la herencia. Heredamos, como ellos, una explicación sobre el mundo. Alguien nos enseñó a hacer queso y a manejar una moto, alguien nos enseñó a hacer política y a curar heridas.

Esas enseñanzas son, yo digo que afortunadamente, un caleidoscopio de explicaciones de colores. Así me las imagino, no como una verdad unívoca, inamovible y completa, sino como un tesoro que se destruye, se reconstruye, se enriquece de un lado de la montaña y a veces se pierde del otro lado del río, pero lo importante es la estafeta que nos vamos pasando, de este lado del sol y del otro lado del mar, en una extraordinaria carrera de relevos generacionales que nos hace ser humanos.

La educación, con sus muchas y contradictorias verdades, con sus equívocos y sus mentiras, sus falsas creencias y sus descubrimientos irrefutables, es esa estafeta que nos pasamos para dar aliento y continuidad al espíritu humano, es lo que nos conecta con los diferentes de hoy y los iguales de ayer y, espero, los mejores de mañana.

John Stuart Mill lo dijo mejor en un fantástico discurso de 1867 en la universidad de St Andrews:

la educación es la cultura que cada generación se debe sentir obligada a entregar a sus sucesores.

A veces creo que olvidamos eso y nos perdemos en los detalles irrelevantes: las horas que deben ir los niños a la escuela, los niños que deben estar ahí, los años que deben ser obligatorios, las cosas que todos deben aprender porque a alguien le parece importante que para avanzar en el sistema aprobemos el examen de los nombres de las algas.

Nunca me los aprendí. Pero supe que había conocimiento trabajado sobre éstas y, si me hubiera interesado por la biología, habría tenido una ventana para abrir. No estudié medicina y olvidé los nombres de los huesos del cuerpo, pero me enteré de que alguien les puso nombre, que antes no se abría el cuerpo y que una persona (no un dios), descubrió que había bacterias y virus, infecciones y genes.

La educación debe hacer eso: desplegar el mapa que se ha dibujado en el humano mundo desde el principio. Quizá algunos de nosotros no recorramos todo el mapa, pero lo tenemos. Quizá no nos sabemos los números primos, pero es indispensable que entendamos lo que hacen los números y el sentido de ese lenguaje.

Regreso a John Stuart Mill, siempre regreso, porque lo leo como un hombre que se tomó en serio el legado a las siguientes generaciones. Para él, el conocimiento acumulado y su transmisión nos permite ser humanos y vivir en sociedad, pero además, Stuart Mill también distingue el impacto que deja la educación entre quien la tiene y quien es víctima de su ausencia.

No, no es el dinero, ni las destrezas en una profesión. Tampoco es el reconocimiento público. Lo que hace la educación, además de unirnos con lo que fuimos ─para hacer más─ es generar la habilidad para juzgar correctamente la evidencia. La capacidad para distinguir entre creencias y conocimiento. La posibilidad de distinguir lo que es falso, y la responsabilidad de escoger las ideas que no son nocivas.

Su función no es tanto enseñarnos el camino correcto, como mostrarnos el equivocado. El que ya probaron otros antes que nosotros.

Los buenos maestros, los que logran el objetivo de la educación, los que según G. Steiner prenden fuego en las almas de los alumnos (y yo añado que con ese fuego mantienen vivo el espíritu humano), son escasos. Pero eso es porque lo permitimos. Porque no reclamamos la educación como un derecho de nuestra generación que debió cubrir la anterior, ni como una obligación de la nuestra para las que nos suceden.

Por eso admiro el trabajo de Mexicanos Primero y saludo la iniciativa de hoy para recordarnos lo importante. Saben qué, díganle a los candidatos que se olviden de las grandes estrategias de seguridad para combatir al narco, de los grandes planes para tener agua, de los elocuentes discursos para tener una población menos enferma. Si no ponen por encima, en primer lugar y antes que todo, la educación, estamos perdidos.

El espíritu humano estará perdido.

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