Luis Vicente de Aguinaga. Un poeta de regreso al siglo XX

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Los dedos largos y nudosos no dejan de moverse, gesticular, tamborilear la mesa de madera mientras Luis Vicente de Aguinaga habla en la sala comedor de su casa. El ruido de la vecina avenida queda atenuado por la amable arquitectura, el patio lleno de plantas y el correr del agua del lavabo, donde una señora friega sin tregua los trastes. “Dedos de pianista”, le digo, indicando el instrumento de boca desdentada que descansa en una esquina de la estancia. En una pared discos y películas, en la otra un librero. “De pianista o guitarrista fallido”, responde él riendo: “Éste es de mi esposa”.

Pues los dedos fuselados de De Aguinaga, ese gesticular insistente, son para tocar otras teclas y otros ritmos: los de la poesía.

“Me daba risa el otro día que uno de mis hijos me preguntaba si los poetas siempre teníamos que contar sílabas”, explica. “Porque él entiende que no todos los poetas se preocupan de la misma forma por la métrica, y fue mi esposa quien le contestó: ‘¿No lo ven que todo el tiempo está como golpeándose la cadera con los dedos? Es porque está contando sílabas’”.

Sin embargo, más que la métrica o los proyectos y el reconocimiento, a De Aguinaga en la poesía lo que le interesa es “respirar”: “Respirar con palabras y estar sintiendo cómo suena una frase o se va formando una estrofa, y que a la larga te permite descubrirte con un nuevo poema terminado y escrito”.

Aunque “trata de no entenderse profesionalmente como poeta”, su labor literaria le ha llevado a ganar diferentes galardones, como el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes —por su libro Reducido a polvo (2004)—, el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta —Por una vez contra el otoño (2004)— y el más reciente, que le fue entregado el pasado viernes 25 de octubre en la ceremonia de inauguración de la Feria del Libro de Chihuahua: la Medalla Wikaráame al Mérito Literario en Lenguas de América.

“Con la poesía tengo por supuesto una relación especial, y es cierto que me identifico muy afectuosamente con lo que soy cuando hago poesía, pero también debo decir que es algo que no soy cotidianamente. En ese sentido es relajante no sentirse profesionalmente atado a eso. Aunque al mismo tiempo me asusta la posibilidad de que un día ya no escriba poesía: es curioso, porque una de las razones de seguir escribiendo poesía es el miedo de ya no hacerlo. También es cierto que no es fácil encontrar día con día motivos para seguir haciéndolo. Digamos que la respuesta social es muy ocasional, y digamos que el tipo de reconocimiento que va con la poesía es frágil, muy tenue, siempre está ligado a la experiencia concreta de un lector en particular y no de una industria o el medio editorial, esto prácticamente no existe. Pero sí que aparezca de vez en cuando alguien que leyó un poema, o eso de que un día te hablan por teléfono que te quieren dar un premio, ¿qué bien no?”.

Pese a estos reconocimientos, “nunca he llegado muy lejos haciendo poesía”, continúa. “Hubo un momento quizás, siendo muy joven, en que pensaba que un poeta realmente podía arreglársela para vivir, pero son ilusiones juveniles, en realidad no es técnicamente posible, tienes que ser editor, periodista, traductor o profesor…”.

O maldito y morirte joven…
Exacto [risa], borracho de cantina, también es otra opción. Pero como casi desde que empecé a escribir poesía, en la adolescencia, empecé también a escribir artículos sobre poesía, al cabo de unos años me di cuenta que si la vocación de poeta no llevaba profesionalmente a ningún lado, y había que vivirla como amateur para siempre, en cambio la vocación de ensayista sí tenía una salida natural en la enseñanza, y me alegró darme cuenta, porque yo no había descubierto ese trabajo de profesor que luego me hizo muy feliz, y en eso estoy”.

¿Te sientes más poeta o ensayista?
No me obligues a decidir [risa]. Según para qué, porque como te decía, cotidianamente me siento más profesor.

¿El trabajo de ensayista te incentiva a escribir poesía?
Me ayuda, porque al organizar mi trabajo como ensayista necesariamente tengo que volverme a plantear quién soy como lector de poesía, todo el tiempo tengo que releer a ciertos poetas, o empezar a otros, o terminar de leer lo que no había terminado en la obra de esos o aquellos poetas, y entonces esa dinámica en cierto modo me abre el apetito como poeta. Encuentro allí razones para volver a escribir un poema.

¿Y cuáles son los poetas a los que sigues volviendo?
Vuelvo con mucha frecuencia a Borges, a poetas como el argentino Roberto Juarroz, que ha sido a lo largo de los años muy importante para mí, a José Ángel Valente, vuelvo mucho a la Biblia, sin ser creyente, tengo ciertos hábitos que me llevan a releer un salmo, las lamentaciones de Jeremías. Estoy ahora releyendo a la poeta Paula Alcocer, que vivió una larga vida en Guadalajara y dejó una obra muy interesante, quizá muy siglo veinte y muy poco siglo XXI y significativamente ligada a la Biblia. Y nunca faltan pretextos para volver a López Velarde, a poetas de la tradición mexicana que por mi trabajo se vuelven indispensables.

¿Y jaliscienses?
Sí, con motivo de un curso que doy este semestre he hallado una forma de encontrar un camino hacia la poesía de Jorge Esquinca, de vez en cuando vuelvo a la poesía de Raúl Bañuelos, que fue un poeta muy significativo para mí en mi formación, fue un poco mi maestro más directo; en algún momento la poesía de Ricardo Castillo, y de Ricardo Yáñez, fue muy significativa para mí. Incluso sobre algunos de estos poetas he escrito y me parecen de mucho interés, como Ángel Ortuño y Baudelio Lara.

¿Hay algo que los une como poetas jaliscienses?

Fíjate, quizá nos une, sin que de ninguna forma lo pudiéramos adivinar, que fuimos los últimos poetas antes de la llegada del mundo digital. Yo empecé a escribir y a publicar aún adolescente en los años 80, y más o menos era la década en que, por ejemplo, Bañuelos y Esquinca publicaban sus libros más significativos de lo que fue su primera madurez como poetas. Entonces, aunque por edades parecemos separados, lo cierto es que convivíamos en una misma Guadalajara, que ya en ningún modo es la de ahora; esto es curioso, quizás haya una razón entre arqueológica y melancólica que nos junta. Sí había una tensión, al menos como la gente solía verlo entonces, digamos entre los preciosistas y los coloquialistas. Por un lado estaba el Esquinca de Alianza de los reinos, como un poeta de suma pericia y cuidado y expresión preciosista, y por otro lado el Ricardo Castillo de Pobrecito Señor X, que era el poeta más callejero, coloquial… que a la distancia pueden verse más parecidos entre sí de lo que se pensaba entonces. No es que Ricardo Castillo no fuera un preciosista, sino que era un preciosista que cultivaba un lenguaje diferente, del habla cotidiana y la espontaneidad, aunque obviamente esta espontaneidad no aterriza en un poema espontáneamente.

¿Y tú con quien te identificas más?
Yo me siento como una especie de mestizo rechazado por sus padres [risa]. Es curioso, porque desde que empecé a publicar y empezaron a aparecer también las primeras críticas, algunos me acusaban de una cosa y otros de todo lo contrario, para unos era un exquisito, un preciosista, más de la corriente de Esquinca y los poetas del taller de Elías Nandino, mientras que otros me veían más como, decían entonces, un “facilista”. Esto yo pudiera haberlo visto en un principio casi como una crisis de identidad, porque no sabía muy bien qué era yo, pero más bien, lejos de esto, me sirvió para no sentirme comprometido con ninguna forma en particular y tratar de buscar lo que me correspondía.

¿En qué situación se encuentra ahora la poesía en Jalisco?
Creo que Guadalajara, Monterrey y Tijuana fueron quizás los últimos polos que se desarrollaron con cierta independencia con respecto al centralismo de la Ciudad de México del siglo XX. Creo que ese fenómeno terminó con el nacimiento de internet y la masificación de la era digital, y después con el nacimiento de las redes sociales creo que vino una especie de normalización, no sólo para México sino en general para las sociedades de habla hispana, de los problemas, las preocupaciones, incluso los errores de la poesía de nuestro tiempo, los excesos y los riesgos que necesariamente toma como cualquier forma artística. Entonces esa diferencia me parece significativa, creo que cada vez más los problemas que se plantea un poeta en Guadalajara hoy en día, especialmente si es joven, se parecen fatalmente a los problemas que se plantea un poeta de Bogotá o de Xalapa o de Buenos Aires; incluso con quién estoy con quién no estoy, es algo que tiende a generalizarse tanto como se generalizan las redes y los nuevos medios de comunicación.

Y eso genera más uniformidad…
Yo siento que podría entenderse como una puerta abierta a la diversificación, y lo que resulta es justo lo contrario, hay una especie de paradoja casi digna de la física moderna, porque en efecto el hecho de que todos los caminos parezcan abiertos, no necesariamente significa que sean distintos, pueden ser diferentes, pero no distintos. Y todos llevan a donde mismo aparentemente.

Ese proceso de descentralización viene un poco de una dinámica de las editoriales, hecho que sufre la misma paradoja: diversidad pero uniformidad.
Y por supuesto que hay géneros que sin duda lo han padecido peor, en cuanto a que las tentaciones parecen más grandes pero la capacidad de neutralización que tiene la industria es mayor, como con la novela, por ejemplo. Quizá en ese sentido estamos ante un fenómeno interesante de resistencia, porque los narradores han ido haciendo virtud de la necesidad, que los problemas por lo que atraviesa la sociedad mexicana son de tal manera graves, preocupantes y urgentes, que el periodismo narrativo, la crónica y el reportaje han venido a extrapolarse al dominio de la novela y el cuento, y gracias a esa situación la literatura se ha salvado un poco de la normalización. Es decir, ocurrió socialmente algo tan terrible, y empezó a volverse tan urgente atender ese tipo de problemas, que la literatura volvió a diversificarse por una razón ajena a la industria, aunque la industria tiene la manera de recuperar ese problema y hacerlo suyo.

¿A ti nunca te han interesado esos problemas en tu obra?
Quizás la forma más notoria en que ha ocurrido es un pequeño libro mío que se llama Séptico, del año 2012, en que en cierto modo esa “nueva” situación en que la sociedad mexicana ha ido enfrentándose con los demonios con los que ha tenido que lidiar, aparecen allí. Y también en distintos poemas de otros libros, porque yo tiendo a escribir libros no temáticamente uniformes, yo escribo poemas, generalmente breves, y con los poemas ya escritos formo series, y con éstas formo libros. Esta es mi forma de trabajar, y sólo en raras ocasiones me planteo organizaciones temáticamente cerradas de mi obra. De hecho, desconfío muy hondamente del proyecto como género literario, que es digamos el producto también de estas últimas décadas, quizá alimentado por el sistema de las becas, ese mecenazgo público, que ha infundido en los escritores, y también en los pintores y los escultores y coreógrafos, esa idea que el proyecto es en sí mismo la obra. Y en todo caso la obra es sólo una parte del proyecto, la parte de la ejecución.

¿Con el internet ha cambiado la forma de hacer poesía?
Sí hay poetas que buscan la forma de que los poemas directamente dialoguen con el mundo digital, pero no está claro que funcione tanto como para hablar de una renovación de la manera de hacer poesía. Más bien es un cambio sin mejor o peor, simplemente es una transformación, en todo caso para los poetas significativamente más jóvenes que yo la opción ya ni siquiera se plantea, ellos publican por lo regular en internet, y sus plataformas son las redes.

¿Tú no publicas en redes?
No, más bien en ese sentido yo regresé al siglo XX.

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