Literatura desde el infierno

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Lo único que conoció con certeza mi familia de los meses que pasó mi abuelo en un campo de concentración, es la malaria con la que regresó y que lo carcomió hasta la muerte, acaecida en 1975, dos años antes de que yo naciera. Si sabían más, nunca pude averiguarlo. La guerra era un tema que preferían evitar. Hablaban de que fue un periodo duro, de hambre y privaciones, del miedo a los bombardeos nocturnos, y de la brutalidad de los crucchi (como llamamos a los alemanes en dialecto véneto) cuando ocuparon el nordeste de Italia. De Ampelio, mi antecesor, sólo sé que era un hombre recio, a la antigua, y de él conservo un par de imágenes: en el patio de la casa, con una niña —mi mamá— en brazos; y una vestido de soldado, embrazando un rifle junto con sus compañeros, tomada durante la campaña de Grecia. De allí, fue capturado y llevado a un campo de concentración, nadie sabe cuál, supuestamente en Dresden, Alemania. Uno de los tantos que los nazis construyeron durante la Segunda Guerra mundial, y donde exterminaron a millones de personas de diferentes países europeos.

La cercanía pero al mismo tiempo el halo de silencio y misterio que envolvía a estos hechos, se tradujo para mí en una curiosidad que tuve que saciar en la única forma que me quedaba: los libros. El primero que me llegó a las manos, aún niño, fue Il sergente nella neve, escrito por Mario Rigoni Stern, y que probablemente es el único libro que haya estado alguna vez en un estante de la casa de mi abuela. En él, el autor —originario de Asiago, un pueblo a 30 kilómetros de donde yo nací— describe la retirada de los ejércitos alemán e italiano después de la derrota en la campaña de Rusia, en la que él participó como oficial, y que empezó a escribir durante el cautiverio en un Lager nazi, después de su captura en 1943.

Retirada en que estuvo otro pariente que, marcado por la guerra, en mi vida fue al mismo tiempo cercano y lejano: mi tío abuelo Luigi, quien sobrevivió porque se les congelaron tres dedos de un pie (los italianos fueron enviados a Rusia con la misma ropa veraniega con la que habían estado en Grecia, pensando que la operación sería rápida, y fueron sorprendidos por el rígido invierno ruso); tuvieron que cortarle los dedos y fue mandado de vuelta a Italia, lo que le salvó la vida, pero de esa herida, cuarenta años después, empezó la gangrena que lo llevó a la muerte.

Esta experiencia me enseñó que la literatura es acaso el mejor testimonio para conocer lo que pasó durante los doce años de gobierno nazi, desde que Hitler asumió el poder el primero de enero de 1933 —y creó los campos de concentración—, pero sobre todo después de 1941, cuando, al iniciar la operación Barbarroja, es decir la invasión de la Unión Soviética, nacieron los campos de exterminio, de los cuales el más famoso es el complejo Auschwitz-Birkenau-Monowitz.

Justamente el día de la liberación de éste, el 27 de enero (de 1945), fue instituido por la ONU como la fecha internacional para conmemorar las víctimas del Holocausto, en el que murieron seis millones de judíos.

Isaac Buchwald, representante de la Asociación Yad Vashem México, en una ceremonia organizada por la Cátedra Primo Levi, de la UdeG, en el Museo de la Artes de Zapopan el martes pasado, dijo que se eligió este día por “la singularidad de aquel campo, que entre centenares de campos de concentración y al menos siete campos de exterminio, fue el más representativo de la Shoá”, término con el que llaman los hebreos al Holocausto. “Es sin duda el más siniestro, donde murieron más de un millón de personas, un sitio que albergó prácticamente todas las infamias de la historia humana”.

Y es que Auschwitz fue, agregó, “tal como lo dijo el filósofo Vladimir Jankélévitch, una cosa innombrable, inconfesable y aterradora. Una cosa de la que se retira el pensamiento y que ninguna palabra humana puede describir”.

En la literatura, la más usada quizás sea “infierno”.

“Esto es el infierno”, escribe Primo Levi, en el capítulo “El fondo” de su obra Si esto es un hombre, la primera de una trilogía sobre su permanencia en Auschwitz (que completan La tregua, descripción del periplo de un año para regresar a su casa, en Turín, Italia, después de la liberación, y Los hundidos y los salvados).

Levi acaba de entrar con otros prisioneros judíos al campo, cruzando la puerta sobre la que, sardónicamente, un letrero advierte: ARBEIT MACHT FREI (El trabajo nos hace libres). Tienen días sin comer y sin beber, los encierran en un cuarto donde hay un grifo, con una inscripción que reza que el agua no es potable. “Hoy, en nuestro tiempo, el infierno debe de ser así, una sala grande y vacía y nosotros cansados teniendo que estar en pie, y hay un grifo que gotea y el agua no se puede beber, y esperamos algo realmente terrible y no sucede nada y sigue sin suceder nada. ¿Cómo vamos a pensar? No se puede pensar ya, es como estar ya muertos.”, relata.

Y El infierno de Treblinka, es el nombre de un famoso texto escrito por el periodista ruso Vasili Grossman, quien acompañaba a las tropas rojas que liberaron ese otro campo, a 60 kilómetros de Varsovia, Polonia, donde fueron exterminadas 900 mil personas, todas judías. La crónica de Grossman se puede encontrar en El libro negro, una compilación de testimonios, artículos, interrogatorios y actas sobre la invasión alemana en la ex Unión Soviética y los crímenes perpetrados por los nazis en contra de los pueblos de los territorios orientales ocupados, incluidos los campos de exterminio (ver La gaceta 717, 1 de octubre 2012).

Tal vez la vasta producción literaria sobre el Holocausto es nada más un intento para nombrar lo innombrable, pero constituye una inestimable aproximación a uno de los capítulos más negros de la humanidad, y que como tal, debe ser narrado y recordado.

El escritor Fernando Del Paso, quien asistió a la conmemoración en el MAZ, hizo un esfuerzo enorme para responder a la pregunta que le hice al respecto.

“La literatura sobre el Holocausto apenas puede acercarse un poco a la terrible realidad de los campos de concentración, que efectivamente es inenarrable; nunca me ha gustado usar la expresión inenarrable, pero esto pasa cuando se habla del crimen espantoso cometido por los nazis contra los judíos”, y, antes de disculparse y decirme que no podía hablar más, agregó, acerca de la importancia de esas obras: “Enorme, porque se trata de una literatura testimonial que no hay que olvidar y tener presente como una de las cosas que hay que leer siempre”.

Como dijo Dulce María Zúñiga, directora de la Cátedra Primo Levi, “lo importante de cualquier episodio humano, aparte de la verificación de la experiencia, es también el nombrarlo, es decir, darle sustancia con la palabra”.

Este esfuerzo por verbalizar los hechos, de transformar en poesía la experiencia, “es importantísimo, porque da memoria, y permite que eso se recuerde”.

Pero, ¿se pudo convertir en poesía el horror de Auschwitz?, pregunto. “De alguna forma sí, pensando sobre todo en Primo Levi”, dice. “Él escribió su trilogía en que relata las varias etapas de su experiencia. A través de estas obras primeramente narra lo sucedido, no con violencia, se limita a describir la vida en el campo, sin odio o coraje. Sin embargo, en la tercera obra, Los hundidos y los salvados, ya hay reflexión, de cómo pudo suceder eso, cómo fue posible, y concluye diciendo que Auschwitz existió, por lo tanto Dios no existe”.

“En Auschwitz no había Dios, era tanto el horror, que se fue”, afirma también una sobreviviente en el capítulo cuarto de la serie de la BBC titulada “Auschwitz, los nazis y la solución final”, que se proyectó durante la ceremonia en el MAZ, la cual fue inaugurada por el encendido de seis velas, cada una de las cuales simbolizaba un millón de víctimas del Holocausto.

En la presentación de la serie, Marcos Pablo Moloeznik, investigador del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, explicó que ésta se encuentra basada en un libro del mismo título del historiador británico Laurence Rees, que dedicó 20 años a entrevistar a perpetradores y víctimas del Holocausto, y en base a ello publicó su obra en 2005.

Moloeznik dijo que se considera como el principal genocida en la historia de la humanidad al comandante de Auschwitz, Rudolf Höss, quien fue ejecutado en 1947 en el mismo campo y quien antes de morir escribió sus memorias, tituladas Comandante de Auschwitz, editado en México por Diana.

Desde las víctimas hasta los verdugos, la literatura ofrece un panorama con múltiples miradas sobre el Holocausto, en particular de sobrevivientes de Auschwitz. Además de Levi, hay personalidades como Imre Kertész, Premio Nobel de Literatura en 2002; Elie Wiesel, Premio Nobel de la Paz en 1986, quien logró sobrevivir a pesar de ser niño cuando entró al campo; Victor Frankl, psiquiatra austriaco autor de El hombre en busca de sentido; Simon Wiesenthal, conocido como el “cazanazis”, que estuvo en seis campos de concentración, entre ellos Auschwitz, y gracias a quien se logró aprender a Adolf Eichmann, criminal nazi que protagonizó el famoso juicio relatado por Hannah Arendt en su libro La banalidad del mal; y, hablando de autoras, hay una variedad de libros escritos por, o que hablan de las mujeres en los campos: El humo de Birkenau, de Liana Millu, Auschwitz y después. Un conocimiento inútil, de Charlotte Delbo, y Sin flores ni coronas, de Odette Elina.

Al final de su discurso en el MAZ, Isaac Buchwald recordó que Eugenia Hunger, una sobreviviente del Holocausto, alguna vez dijo que “los que no estuvieron en Auschwitz nunca podrán entrar, mientras los que sí estuvieron en Auschwitz jamás podrán salir”. Acaso sea la literatura la única que puede darnos un atisbo del interior de aquel infierno. Seguramente, y eso me lo enseñó ese único libro del estante de mi abuela, es un testimonio privilegiado y necesario para recordar y empezar a romper el silencio.

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