Libertad religiosa o intolerancia sacerdotal

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Durante más de 300 años de vida colonial, el catolicismo en la Nueva España se mantuvo como religión única, sin tolerancia para ninguna otra. Convenida la independencia en el templo de la Profesa, nuestra condición confesional no solamente se conservó, sino que se instituyó como religión oficial en la Constitución política de 1824, en la Constitución centralista de 1836 y en las Bases orgánicas de 1843. La ascendencia de los grupos afines al poder conservador permitió a la Iglesia católica construir un monopolio espiritual, económico y educativo, que por décadas utilizó para imponer su visión religiosa y moral.
Legal e inquisitorialmente subordinados a la devoción confesional, la sociedad estaba obligada a aceptar y profesar la religión católica y rechazar cualquier otro credo religioso. Inadmisible allanamiento a la libertad de creencias, que motivó a los libertadores reformistas realizar cambios sustanciales en favor de la libertad religiosa en la Constitución política de 1857 y en la Ley de creencias y libertad de cultos de 1860.
Refrendada jurídicamente la libertad de profesar la creencia religiosa que más convenciera o de no profesar ninguna, se contrarrestó el exclusivismo religioso, se irrumpió el proceso de confesionalidad del Estado mexicano e implementó un nuevo marco de libertades posteriormente incorporado a la Constitución política de 1857, garantizando de igual manera su permanencia e inmutabilidad constitucional al incapacitar al Congreso a dictar leyes que establecieran o prohibieran religión alguna (Ley de adiciones y reformas de 1873).
La libertad de creencias y culto religioso, legada como inalienable derecho por las Leyes de Reforma, fue acogida por el constituyente de 1916-1917 en el artículo 24, que dice: “Todo hombre es libre de profesar la creencia religiosa que más le agrade y para practicar las ceremonias, devociones o actos de culto respectivo…”.
Con la idea de preservar la libertad, tanto de los practicantes de otras religiones, como de los no creyentes, bajo el principio de que a nadie debe imponerse determinado dogma religioso, se reglamentó el culto público externo, limitando su devoción a los templos o domicilio particular de los creyentes, restricción que llevó a los fundadores de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa a iniciar la guerra cristera.
La genealogía histórica nacional y textos constitucionales, son suficientemente claros respecto a los alcances y límites de la libertad religiosa. Innecesaria resulta entonces la reforma al artículo 24, que promueven y reclaman los ideólogos del episcopado mexicano y de manera personal el cardenal Norberto Rivera Carrera. Indudablemente que su petición tiene el propósito de amplificar su hegemonía religiosa. Confundible resulta que los históricos inquisidores de las libertades, quienes han armado ejércitos y derrocado gobiernos para imponer su creencia religiosa, los que sucesivamente han prohibido para otros el derecho que ahora reclaman, se asuman hoy promotores y defensores de la libertad religiosa.
La pretensión de la curia eclesiástica no es hacer de esta libertad un derecho social, sino adjudicarse el privilegio de imponer su personal visión de la moral, para que los ministros de culto religioso se asocien con fines políticos, para realizar proselitismo a favor o en contra de candidatos, partidos o asociaciones políticas y para catolizar la educación pública, lo que por siglos han ambicionado, por ser el baluarte que combate el dogmatismo religioso y el espacio que promueve y fortalece el Estado laico.
Contrariamente a lo que piensan y anhelan, la libertad religiosa es consecuencia del proceso de civilización que concede al hombre el derecho natural de ejercer libremente la facultad de pensamiento, de conciencia y creencias en contra de la intolerancia religiosa y el totalitarismo eclesiástico, lo que afanosa y desesperadamente pretenden hacer los políticos con sotana, con la aprobación de la reforma al artículo 24 constitucional.

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