La sociedad de la piscinas

919

El cielo despejado, la luz del sol y el cálido clima que favorece al sur de la costa oeste de Estados Unidos son una joya atípica para el resto de la geografía de las franjas y las estrellas. Junto con Florida, Hawaii y quizás los Hamptons de Nueva York, California es un territorio prolífico en piscinas, no sólo por su temperatura propicia, sino por su prosperidad económica.
Las manchas azules como zafiros y turquesas en la retaguardia de las casas suburbanas, y el espectáculo de los cuerpos bronceados fueron para David Hockney un panorama que lo obsesionó desde la distancia, primero, y lo inspiró, luego, a pintar los óleos que lo volvieron famoso.
Para un joven inglés habituado al choque constante del agua grisácea del Atlántico norte, los pequeños mares domesticados en cada backyard, aunados a la buena venta de sus cuadros, fueron razón suficiente para retenerlo durante largas temporadas en la década de los 60, y varias otras veces a lo largo de su vida. Y aún ahora, cuando transcurre la década de los 70 de su propio siglo y ha regresado a la provincia inglesa, Hockney vive en una pequeña sucursal de Los íngeles, según Jonathan Jones, quien lo entrevistó en 2007 para The Guardian.
Mosaicos líquidos curvas aprisionadas por marcos planos de color sólido, un hombre que se impulsa con los brazos para salir desnudo y húmedo; otro hombre quieto, recargado en la orilla mientras su cuerpo absorbe la humedad de los hombros para abajo y su retrato se convierte en un busto pequeño con fondo de arquitectura minimalista; un rubio con saco rojo que observa desde fuera la figura distorsionada de otro hombre, nadando a sus pies: la serie de pinturas con el tema de la piscina en la obra de Hockney fueron también una exploración de su homosexualidad.
1960 fue una década peculiar para la vida alrededor de las albercas. El arte pop se encargaba entonces de poner bajo la lupa y llevar a las galerías la frivolidad de la sociedad de consumo y el gran ideario que estaba dando a luz el mundo de la publicidad. Las facilidades de la vida tecnificada se convertían cada vez más en el tema y el soporte de la plástica. La maravilla de la fotografía instantánea influye en los formatos cuadrados de Hockney, y su baja resolución se transforma en colores difuminados que forman piscinas desiertas.
Pero su cuadro más célebre “A bigger splash”, no es una imagen habitada de bellos varones ni una despoblada abstracción de tonalidades. Es el instante en el que el agua de exalta por la brusca intrusión de alguien ausente en el cuadro, escondido bajo la barra de color azul, mientras al fondo se ven el solario, la casa, el cielo y las palmeras inmutables.
En ese vacío, algún capricho de la ficción podría haber situado a Ned Merrill. Si no dijeran los expertos en la literatura de John Cheever que sus historias pertenecen todas a los alrededores de Manhattan y algunas zonas de Massachusetts, las más verosímiles relaciones podrían tejerse entre una pieza y otra. Pero a pesar de las conclusiones de los críticos literarios, El nadador aún puede considerarse una aguda alegoría de los valores y la psique que rodea a esos espejos ondulantes, excusa para retratar a los sectores más acomodados, superficiales y vacuos de la sociedad californiana.
En julio de 1964, la revista The New Yorker publicó la historia de un día a mediados del verano en que la esposa de Ned y algunos amigos se quejan junto a la alberca de uno de ellos: “Bebí demasiado”. Es un día hermoso. De repente, la idea de trazar a nado una ruta acuática hacia su casa a través de las piscinas de los vecinos, le viene a la mente. Sin pensarlo dos veces, se lanza al agua y cruza el jardín hacia la siguiente alberca. “Su vida no es asfixiante y el placer que le produjo […] no podía explicarse por una sugerencia de escape”, advierte el narrador.
Conforme pasa de un chapuzón a otro, Ned encuentra amigos que se contentan de verlo, le ofrecen copas y le hacen agradable conversación. El sol brilla, las nubes se agrupan graciosamente y las brazadas en el agua le provocan una agradable sensación de bienestar y juventud, a pesar de que ya se halla en la mediana edad.
A la mitad, el cuento se parte: un ave de rapiña circunda el cielo, cae una tormenta, en la alberca pública recibe un trato hostil, halla en su ruta una fosa seca y todo en el paisaje parece indicar el otoño: las constelaciones han cambiado su posición, la oscuridad cae temprano y siente frío.
Ned encuentra a otros amigos, pero parece que ha pasado algún tiempo que no se almacenó en su memoria, quizás su “don para encubrir hechos dolorosos” lo ha hecho olvidar algunas cosas… en una de los cocteles de alberca que cruza, la anfitriona lo exhibe a sus espaldas entre la concurrencia: “se fueron a la quiebra de la noche a la mañana, y él se pareció un domingo, borracho, pidiéndonos un préstamo de cinco mil dólares”. Ned, exhausto, sigue su viaje por la cadena de piletas hasta llegar a su casa, que encuentra cerrada con llave por todos lados, vacía y abandonada.
Altar del ocio y la opulencia, las piscinas han sido un motivo del arte del siglo XX, pero más allá del espacio que lo rodea, las albercas son tan sólo uno de los muchos ejes alrededor de los cuales giran innúmeros satélites, elementos cada uno del complejo sistema que es el presente.

Artículo anteriorKarla Sandomingo
Artículo siguienteDictamen de admisión SEMS ciclo 2010-A