La palabra en la muerte

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“Para hablar de la muerte, los mortales hemos inventado el lenguaje de la inmortalidad”, escribió Miguel León-Portilla. Los antiguos nos dijeron que en el principio fue la palabra, y la muerte luego. Y la muerte adquirió su propia palabra aun contra aquellas culturas que, espiritualistas y catastrofistas, creían que bastaba nombrarla para que sobreviniera. Ya el Gilgamesh –que data de hace cuatro mil años– es una meditación sobre la muerte: narra la historia del héroe Gilgamesh, quien experimenta el dolor de la muerte tras el fallecimiento de Enkidu, su mejor amigo. Allí encarnó la muerte en la palabra, o la palabra en la muerte.
Parafraseando lo dicho por Robert Walser (“Estoy aquí no para escribir sino para enloquecer”) a un visitante en el manicomio de Herisau (Suiza), donde estuvo recluido los últimos 23 años de su vida, se podría decir que en la vida se está para aprender a morir. León-Portilla lo sintetiza así: “Este gran acontecimiento de la vida que es la muerte”.
La retórica de la muerte –el modo en que los seres humanos han confrontado su propia mortalidad– se inaugura, escribe Eulalio Ferrer, “en el momento en que las ceremonias de difuntos se insertaron en los procesos de la comunicación oral y, posteriormente, en el de los signos gráficos.” (El lenguaje de la inmortalidad, 2003). Cuando el lenguaje irrumpe en ese proceso doloroso que llamamos exequias, pompas fúnebres, en que “la metáfora de la inmortalidad se inscribe, con todos sus ritos y derivaciones”.
En México hay una tradición antigua en cuanto a la relación del mexicano con la muerte, y ella empieza con el lenguaje y su inventiva. Aquí “la muerte tiene permiso”. Por herencia de las visiones prehispánicas de la muerte y amalgamadas por la tradición católica e hispánica, “los mexicanos han construido un atractivo vocabulario mortuorio”, resalta Eulalio Ferrer. Y Juan Miguel Lope Blanch sostiene que “la verdadera obsesión del mexicano por la muerte queda evidenciada en su lenguaje”.
El lenguaje relacionado con la muerte abarca el nombrar este acontecimiento, y se extiende a signos e ideogramas sobre las tumbas, mensajes mortuorios, leyendas post mortem, frases célebres, refranes, eufemismos, las últimas palabras del difunto, epitafios, versos, oraciones, poemas, canciones, calaveritas y las esquelas y condolencias, el pésame.
Dos ejemplos: en ningún otro país existen tantos sinónimos solo para la palabra “muerte” (que rescata Ferrer): parca, calaquita, pelona, canica, segadora, jedionda, la huesuda, la mera dientona, la flaca tilica, la dama del alba, doña huesos, María Guadaña, patas de catre, patas de ixtle, la lengua de hilacha, la enlutada, la dama del velo, la bien amada, la amada inmóvil, la mera hora, la catrina, la llorona… Y la chingada, como la llama Octavio Paz en El laberinto de la soledad; entre otros tantos motes.
Y ni qué decir de las decenas de eufemismos mortuorios: “Colgó los tenis”, “Se petateó” y “Estiró la pata”; y refranes: “Amigos hasta morir, pero de prestado nada hay qué decir”; “Primero muerto que cadáver”; “Hay muertos que no hacen ruido, y son mayores sus penas” y “Le dieron matarili”, entre muchos otros.
Ferrer recuerda a P. T. Barnum, “el mayor cirquero de Estados Unidos en el siglo XIX […], quien hizo publicar una esquela, sin haber muerto, sólo con la curiosidad personal de saber cómo se rendiría homenaje público a su memoria”. Apunta el mismo Ferrer, que “más allá del propio temor (a la muerte), al ser humano le ha preocupado, sobre todo, morir dejando la herencia […] de un buen nombre”. El hombre aspira a habitar el cielo de la inmortalidad. Cicerón a este respecto decía que “la verdadera vida de los muertos está en la memoria de los vivos”.
Hannah Arendt, investigadora alemana, dice que el ser humano puede garantizar su inmortalidad sólo mediante “su capacidad de producir cosas: obras, hazañas y palabras”. Lo que, de otro modo, Silvio Rodríguez cantó como “apiádense del hombre que no tuvo ni hijo, ni árbol, ni libro”. El poeta náhuatl Netzahualcóyotl lo escribió ya hace mucho tiempo: “¿A dónde iremos, donde la muerte no existe? / Que tu corazón se enderece: / aquí nadie vivirá para siempre”.

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