La noche del gato verde

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El poeta tapatío, Ricardo Castillo, en 1975 exclamaba al comienzo de un poema, hoy iconográfico de un tiempo y de una época:

Nunca daré la vuelta al mundo
en globo.
¡Y me gustaría tanto!

Pero ser joven
y tener necesidad de aventura no basta.
Hoy en día es imposible con tantos aviones en el cielo,
con tanta rapiña…

En ese año, Castillo tituló su poema “Verne 75”, y ganó un concurso de poesía en la revista Omeyotl, donde publicó algunos textos que vendrían, con modificaciones y tachaduras —los versos citados desaparecieron en definitiva—, a convertirse en parte de El pobrecito señor X. El texto en ese libro se lee hoy bajo el nombre de “El poeta del jardín”, y describe una ya perdida época y una posible vida cotidiana en el barrio de El Santuario.
Ese mismo año, en otro punto de la ciudad (en la calle Robles Gil), abría sus puertas un bar que todavía, al igual que el poema de Castillo, sobreviven a los tiempos actuales. El bar El Gato Verde es parte, también, de una época perdida —¿y recobrada?— de, diría yo, mejores momentos de una ciudad ya devastada o a punto del caos…
La otra noche, después de un día de arduo trabajo, convenimos el ilustrador Orlandoto y yo buscar un espacio para beber un trago. Bajamos con parsimonia en el cubo del elevador del edificio donde estábamos. Buscamos el auto del Ilustrador. Ya la noche había cubierto con su espesura a la ciudad. Dubitamos breves instantes…
Luego decidimos buscar El Gato Verde.
Del laberinto al bar
Dimos vueltas sin encontrarlo. Pasamos por el lugar y no lo vimos. Fuimos —literalmente— Dédalos modernos perdidos en el tiempo y en el espacio. Por fin llegamos y nos hundimos en el no-tiempo.
Buscamos la pista de baile de Ariadna, pero no estaba. Lo encontrado fue un tiempo detenido. Un tiempo retenido donde los mismos parroquianos de hace 35 años estaban allí. Hay un curioso estatismo en El Gato Verde que sorprendió a Orlandoto, quien nunca había ido al lugar. Nos compenetramos, entonces, en una película de época. En fragmentos volvimos a ver el pasado en el presente. Había que parar un instante, porque el vértigo nos sorprendió. Vimos a Mary Tere, cantar y servir a su público e interpretar canciones que decían ¿qué?
“Nunca daré la vuelta al mundo en globo. ¡Y me gustaría tanto!”, recordé las palabras de Castillo, y su necesidad de viaje. “Pero ser joven y tener necesidad de aventura no basta…”. ¿Qué hacíamos allí? ¿A dónde nos llevaba ese espacio, ese túnel del Tiempo? ¿Estar en el bar de Mary Tere es volver al pasado?
¿Qué venganza se cobra el Tiempo que nos aniquila lentamente? Mujeres maduras en nuestro derredor. Damas de exquisita belleza con sabor a vinos añejados. Miradas sobre nosotros. Una mirada de la mujer frente a mí no me abandonaba, ¿qué buscaba? ¿Saber de mi relativa juventud? Amplias caderas ya cabalgadas y sin embargo explorables. Piernas sosteniendo las carnes de una antigua Ariadna que bailaba en brazos del Minotauro. Teseo. Ariadna. Minotauro. ícaro. Dédalo. La voz de Mary Tere y sus manos expertas en servir la copa y su voz en el aire recluido…
¿Qué nos hace volver sobre nuestros pasos intentando recobrar nuestra (posiblemente) lejana juventud? La gente que acude a El Gato Verde ¿va en busca de sí misma? Hay una peculiaridad en este lugar: a la gente se le antiende y se le trata como persona, algo que ya no ocurre en otros bares de la ciudad. Uno es persona allí y es atendido por personas. ¿Ese es el encanto del pasado? Quizás. Lo cierto es que uno habita el bar como si estuviera en casa. No es solamente un cliente. No es únicamente “alguien”. El Ilustrador y yo nos elevamos con la voz de la anfitriona y subimos de la noche hasta llegar a la luz del esplendoroso sol. Fuimos arrastrados, elevados y hundidos en un tiempo que, en ciertos momentos, parecía haberse detenido. Pero no. Corría. Daba vueltas el reloj. Nos tuvimos que sostener en las manecillas, porque parecía que iban hacia atrás. Pero no. Adelanta. Presente. Vida surgiendo…
Salimos del bar y una frágil llovizna se reveló, luego, en torrencial.

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