La civilización a la deriva

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El sociólogo e historiador del arte Francis Haskell documentó la relación entre los patrocinadores y los creadores en la época posterior al Renacimiento. El adelgazamiento de la aristocracia y del poder eclesiástico produjeron una nueva clase de mecenas, unos nuveaux riches que con menos educación clásica y con fundamentos estilísticos “más relajados” no vieron con malos ojos que los artistas plasmaran la realidad con menos oropel que en el pasado.
Ya en el siglo XX, en su ensayo Sobre la fotografía, Susan Sontag escribía que: “En el pasado, el descontento con la realidad se expresaba en el anhelo de otro mundo. En la sociedad moderna, el descontento con la realidad se expresa con vehemencia, y de manera harto persuasiva, en el anhelo de reproducir este mundo”. El pintor y fotógrafo de la Bauhaus, Lászlo Moholy-Nagy, señalaba ya en la década de los 30 el peligro por obsesionarse con la realidad. “La no ambigí¼edad de lo real, la verdad de la situación cotidiana está al alcance de todas las clases. La higiene de lo óptico, la salud de lo visible, se está infiltrando lentamente”. El cinematografo y posteriormente la televisión recibirían duras críticas por su inobjetable cercanía con lo sucedido, siempre narrado a través de una imagen verdadera.
El tema de la realidad y su tratamiento ha obsesionado a los artistas probablemente desde que fueron pintados los caballos en la caverna de Chauvet hace 30 mil años. Vladimir Nabokov siempre insistió en que el termino “realidad” debía ser utilizado siempre entre comillas. Y como no basta la simple realidad, viene la hiperrealidad, algo que parece –a priori– mejor o más completo, o simplemente promete ser más real.

La gota de agua que emana del pico
Aunque el artista australiano Ron Mueck no se suscribe él mismo a la “corriente” hiperrealista, el título lo acompaña a donde llegan sus esculturas para –literalmente– descansar y poder ser apreciadas por el público. En San Ildefonso cuelga un pollo de casi dos metros al que casi podemos oler o por lo menos sentir la textura de su piel abierta y fría con sólo posar brevemente la mirada. Un hombre (“Man in a boat”) viaja desnudo en una barca sin rumbo y cuyo destino no transfigura su rostro, si bien sólo reviste su gesto de callada incertidumbre. En “Pareja acurrucada” un hombre y una mujer están acostados pero apenas se tocan. Dos seres separados por un abismo. Dos cuerpos ajenos y abandonados a la espera de no se sabe qué. En la última sala un hombre parece crucificado sobre una pared pintada de azul. El color de la superficie se transforma en agua ante nuestros ojos y el Cristo no es más que un hombre flotando (“A la deriva”) con su traje de baño sobre un inflable en el apacible vaivén de la civilización. Sus brazos relajados, sus pequeños lentes oscuros, su rostro satisfecho nos indican la impostura frente a la corriente del mundo. Bronceado bajo el sol de algún pobre país subtropical (México, podría ser) es la viva imagen del asceta poscapitalista.
¿Por qué Ron Mueck utiliza un tamaño más grande o más pequeño que lo que sus personajes tendrían, si su capacidad de perfección es abrumadora? Jorge Luis Borges escribió que sin su dosis de irrealidad no existían condiciones para el verdadero arte. No sería díficil si nos encontraramos con una escultura de Mueck en escala 1 a 1, que lo saludaramos o le pidieramos una dirección en el centro histórico de la Ciudad de México.
Ron Mueck evita con este elegante “engaño” en las proporciones la máxima de James Baudrillard, acerca de que “la histeria característica de nuestro tiempo es la producción y reproducción de lo real”. Su crítica traspasa su gran capacidad técnica para presentarnos a sus seres atormentados, pero de una manera menos burda de lo que los artistas en nuestro tiempo acostumbran. El asombro ante la muerte que se acerca en cada momento parece emanar de esos ojos de mirada perdida. “La función del arte es abrirnos las puertas que dan al otro lado de la realidad”, escribió Octavio Paz. Y ahí están esas esculturas con su mentirosa perfección, sobrepasando la realidad no para burlarse de ella, sino para devolvernos el asombro ante lo cotidiano de nuestra espera, ante lo común de nuestra caída.

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