Julio Villanueva Chang

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Aunque años atrás había leído su libro Elogios criminales y sabía de su trabajo editorial en la revista Etiqueta Negra, a Julio Villanueva Chang apenas lo conocí personalmente meses atrás al solicitar esta entrevista en Guadalajara. Con gran afabilidad se abrió a la charla en contraste con la errónea imagen de tipo engreído que en aquellos momentos algunos rumoraran. Pero tal como el escritor Rubem Fonseca, que alega que no concede entrevistas porque espera una posible distorsión de sus verdaderas intenciones, a Julio cada vez le interesa hablar menos a los medios porque “una mayoría de periodistas en general, incluso cuando creen que están cuidando el oficio, no les importa la gente, y sobre todo por honestidad: ¿Tiene uno en verdad algo nuevo que decir? Luego está el asunto de que quienes te entrevistan tienen un ‘interés’ en abrirte una página o un micrófono, pero en realidad no les importa mucho lo que les digas y no hacen el trabajo de intentar entenderte antes”.

“Al parecer mucha gente cree que el deber de uno es aceptar todo lo que le proponen por cortesía o buena onda, sin indagar de qué se trata ni quién es”, me dice Julio, quien sabe que “para los mexicanos en general yo vengo del país de la señorita Laura”.

¿Cómo decide un editor a quién publicar y a quién no?
Es más o menos como elegir a tu pareja. ¿Cuántos amigos conocemos que han acertado a la primera y no se arrepienten? Generalmente para casi todos, es una experiencia de ensayo-error. Hay un trabajo de intuición que parece un contrasentido, que simplemente es saber que algo es o no es. Se vuelve un trabajo cuando tienes que producir una revista de casi cien páginas cada mes. Es búsqueda, a veces apacible, afortunada; la mayoría de las veces desesperada. Porque lo que quieres es publicar historias y debatir ideas que no produzcan más indiferencia. A pesar de que nuestra labor es producir memoria, lo que más producimos es olvido, y es la fatalidad paradójica de esto. Entonces, estamos bajo el gobierno del azar porque encontrar a nueva gente que entienda una forma de trabajar el periodismo, de la manera en que Etiqueta Negra o Etiqueta Verde lo hace, es un fracaso constante pero feliz, si no, yo no seguiría haciéndolo. Sigo porque me fascina la posibilidad de equivocarme y de aprender. Esto podría ser una frase de autoayuda, pero en mí no lo es; es lo que ha sucedido, y no lo cambiaría por nada.

¿Cuáles son las características que debe tener un buen editor?
Aquí hay otra paradoja. En un editor conviven una gran ignorancia y a la vez una gran curiosidad para acabar con ella, y compartir la forma de atenuarla. Esto, dentro de la incapacidad de conocer el presente y el pasado que siempre está revisitado para seguir entendiéndolo. En la tarea de editar se puede intentar que la ignorancia no sea tonta, sino carismática o que se reconoce incapaz de comprender las cosas en un santiamén, al instante. Exige estar acompañada de una curiosidad que es vagabunda por naturaleza, y que esto a veces coincide con la inteligencia y es capaz de conmover aunque sea a una comunidad mínima de gente.

En mi caso, creo que un editor es un ignorante especialista en hacer preguntas. Es la definición de lo que hago. Creo —como alguna vez dijo Arcadi Espada—, que los periódicos están repletos de entrevistas, pero no contienen ni una sola pregunta. Hay que tener un respeto por las palabras, y hay que volver a pensar qué cosa es investigar, que es un término que a mí me suena muy policíaco. ¿Qué es conocer, qué es entender? Así como un gran arquitecto que dé su primera clase debería preguntarse qué es una puerta, sin dar por hecho que todos sabemos qué es, los periodistas, más ahora que nunca, deberíamos volvernos a preguntar sobre qué cosa es preguntar. Esto no tiene nada que ver con la retórica de los periodistas. Es un asunto que tiene que ver con qué sentido y hasta dónde puedo acabar con la indiferencia con las historias que publico. Es algo constante. Mis frases como editor son “No sé”, “No entiendo”, “¿Qué quieres decir con…?, y eso para mí es un editor. Además es un responsable sobre la mediocridad o la excelencia de un texto. Es un segundo cerebro que acompaña a la persona a pensar juntos y a reconstruir juntos algo que ha sucedido, pero que está consciente de que hay otras mil historias que están por publicarse y están también sepultando la tuya. Entonces, es una voluntad y una estrategia de sorprender, de conmover, y de hacer que lo que me importa, le importe a todo el mundo.

¿Qué hace que un texto sea bueno para publicarse?
Es aquel que en primer lugar te permite llegar hasta el punto final; y en segundo lugar no te permite que sigas pensando lo mismo de lo que pensabas sobre eso. Es decir, un trabajo de conmoción, de seducción y de revelación. Estoy hablando de que la mayoría de los textos que se publican no son buenos textos, de acuerdo a lo que estoy diciendo. Los buenos textos, no lo son porque están bien escritos, sino que además de estar bien escritos —en el sentido erótico de atraer la atención sobre lo que no te importaba antes—, ahora sí, en el acto de quedar hipnotizado hasta el punto final, los buenos textos son los que te revelan algo que no sabías, respecto a una idea que tenías de un fenómeno o una historia, o que te convierte en importante lo interesante. Hay una diferencia entre lo llamativo y lo significativo. Abunda lo llamativo, que es olvidado pronto, pero no lo revelador, que hace que la gente se desengañe y actúe en consecuencia, entendiendo qué clase de persona es sobre quien estás escribiendo. Un buen texto es aquel que no reproduce la indiferencia y que convierte lo trivial en significativo.

¿Se pueden lograr buenos textos a pesar de que se cuente con malos escritores, si se cuenta con una buena edición?
Sí —dice riendo—. Se trabaja con autores disponibles y autores ideales, y sobre todo con los disponibles que están en una etapa de construcción como autores, y tienes que acompañarlos a que creen un nombre, que es lo único que se tiene y hay que cuidarlo, es la reputación. Es lo que hay, es como la familia. La de sangre no la escoges y aprendes a convivir con ellos, y es una gran lección de tolerancia.

Trabajamos también con gente que no queremos trabajar, pero si tiene el principio de la curiosidad, el esfuerzo, cierto encanto, aunque tardío o lejano, puedes ayudar a que eso sea más frecuente, y recordar que fuiste uno de ellos; que tampoco tenías obra, que también eras desconocido, que también cometiste torpezas y nadie te prestaba atención.

Tú libro Elogios criminales recuerda a lo hecho por Gay Talese en Retratos y encuentros, ¿sigue siendo necesario este tipo de periodismo de reconstruir al personaje?
Es un trabajo de ambición para entender a alguien y saber cuál es su verdad en el tiempo. Básicamente en los perfiles uno es un crítico de personas, así como los hay de vinos. Es delicado y no es sencillo de resolver, porque supone revelar la identidad de alguien que probablemente no quiera que lo sepan, y todo el tiempo estás tomando decisiones éticas, línea por línea. Es una obra de confianza, de tiempo, que cuesta dinero, y que la mayoría de los medios hispanoamericanos no están dispuestos a pagar.

No se escribe para ganar premios ni para que pidan autógrafos, ¿para qué se escribe?
Eso es una pregunta cósmica —dice entre risas—, y produce respuestas estacionales. Cuando era adolescente escribía para que las chicas voltearan a prestarme atención —ríe con franqueza—. En un momento inicial, no es un acto político, es un acto de soledad y de conocimiento. Se ha ponderado la idea de que masturbarse es bueno, pero hacer el amor es mejor porque se conoce gente. Publicar, al ser un acto donde te expones, produce amigos y enemigos; seguidores o detractores. En ese sentido, cuando lo vas tomando más en serio, no puedes seguir pensando como el poeta adolescente que dice “Yo escribo para mí”, que nunca es cierto. Lo más honesto que podría decir, es que escribo porque me encanta estar solo, y parte de estar así es leer y escribir, y porque he ido aprendiendo a leer, los años te van dando esa experiencia de saber elegir qué cosa comprar y qué no. Y escribo porque me gusta pensar que soy capaz de sorprenderme ante mí mismo y de ser útil para otras personas. Es un acto hacia dentro y hacia afuera.

Pero yo no sé qué pensaré mañana sobre por qué sigo escribiendo. Quien responde esta pregunta es alguien que cada vez escribe menos, y lo hago porque tengo la convicción de que no me gusta lo suficiente. Soy capaz de pensar para otros como editor, pero yo necesito un editor que me ayude en lo que yo hago con los demás, que me acompañe desde el principio de la idea, por lo tanto, también soy un huérfano. Soy alguien que casi no escribe porque me he vuelto un intolerante —aquí, aunque habla de sí mismo en tercera persona, dice que no lo cite tal cual porque va a parecerse a Maradona. Ríe—. Es un acto fallido porque casi no escribo, o escribo y no publico. Lo que me apetece cada día más, la jubilación ideal, sería que alguien me pague por leer.

La entrevista termina. Julio me dice fuera de micrófono que las mejores preguntas son las que le hacen cuestionarse a sí mismo, que hay que hacer un periodismo para identificarse, que él prefiere trabajar con gente loca y obsesiva que con otros pusilánimes o sin pasión por lo que hacen. De esas y otras cosas habla, pero él mismo me recuerda al despedirse que “como siempre lo mejor de las entrevistas es aquello que no está grabado”.

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