Historias nuestras

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Cuando termina Miss Bala y el público empieza a salir de la sala, escucho una voz perdida entre la charla pasajera en el trayecto por el pasillo alfombrado, una voz inquieta y demandante: “Alguien tiene que decirnos qué pasa después. No se puede acabar así”.
Sin duda no era la misma persona, pero sí la misma voz que tomó el micrófono hace algo más de un mes en la Cineteca Nacional: “¿Qué pasó con Natan?” Era una función especial de Alamar, con la presencia del director Pedro González Rubio. La pregunta avivó la curiosidad de todos, pero la respuesta, incómoda y escueta, no satisfizo a muchos: “Natan volvió a Playa del Carmen”.
Ficción quasi realista o documental lírico, los finales abiertos de estas dos películas mexicanas recientes que están en cartelera o a punto de llegar a ella, perturban a sus espectadores, porque logran un grado de empatía lo bastante profundo para que la incertidumbre del destino del protagonista evidencie la del propio.
Miss Bala, el tercer largometraje de Gerardo Naranjo, sigue a una joven tijuanense a través de una tempestad de circunstancias que la llevan a ser testigo de una masacre en un salón de baile, juguete sexual de un capo del narcotráfico, mula de dólares y armas, señorita Baja California, prisionera trofeo de las autoridades armadas y carne de cañón de la prensa.
Alamar es desde el título un ejercicio contemplativo centrado en un hombre de raíces mayas y su hijo, mitad italiano, durante un viaje en medio de la nada, como despedida antes de que los separe el océano Atlántico.
Cada cual en una punta distante del país, dan cuenta de un presente al que no parecemos prestarle verdadera atención, y que no podemos predecir hacia dónde nos está llevando: Naranjo y Mauricio Katz escribieron en Miss Bala una versión fabulada con base en el caso real de Laura Zúñiga, miss Sinaloa 2008, detenida ese mismo año en compañía de dirigentes del cártel de Juárez y en posesión de armas de grueso calibre y decenas de miles de dólares en efectivo.
Por su parte, González Rubio tan sólo se dejó estar en pleno mar Caribe, sin ruta, sin mayor plan que registrar el paso de los días precedentes a una inminente separación filial, mientras un niño fruto del nuevo mestizaje globalizado alimenta gaviotas con vísceras, se entretiene con su game boy, se hace amigo de una garza, canta reggae en la hamaca, o mira con curiosidad a un caimán junto a la cabaña suspendida con palos sobre un arrecife de coral.
Aunque el ojo agudo y la observación sensible son en sí mismas un logro, lo es mayor el artificio de sus narraciones. Miss Bala se emancipa de su base anecdótica, porque el énfasis está puesto en la impotencia callada y consciente de una muchacha de clase trabajadora que no se lo buscó, pero sabe perfectamente que está hasta el cuello y no le queda más que obedecer. Esta circunstancia podría dar lástima o, como en El infierno, risa, si se retrata con un poco más de dulzura o de cinismo. Son reconocibles la pequeña industria familiar, la petición al padre de permiso para salir, la responsabilidad por el hermanito, las ganas de dinero y fama fáciles, la colusión de la policía con el crimen y hasta el acento norteño, lo que nos da escalofríos ante la certeza de que esto podría acontecerle a cualquiera.
En el caso de Alamar, no es noticia que en los últimos años el documental ha sido el género más fuerte de la producción nacional e incluso se ha ampliado su público. Su mayor virtud es el lirismo sencillo que aprovecha los paisajes del Caribe, tanto sobre como debajo del agua, y la banda sonora ambiental, casi carente de musicalización: la brisa, los graznidos, el ruido sordo del motor de la lancha, la charla a veces ininteligible por el dialecto castellano que se habla ahí, con fuerte sustrato maya, más la mezcla de italiano que hace Natan.
Pero esto no importa. Ni siquiera en la copia para festivales, que tiene en los créditos algunas acotaciones en inglés, se considera la posibilidad de añadir subtítulos. Las acciones se entienden de por sí y con éstas los sentimientos, como el regaño cuando el niño enreda el sedal, el regusto de andar descalzo o la profunda tristeza cuando el padre le explica que todo esto no es sino una larga despedida.
Si tiene sentido aún hablar de un “cine nacional”, Naranjo y González Rubio son interlocutores de ese discurso, sin saberlo quizás o tal vez sí, por ser compañeros de casa productora (Canana).
En todo caso, el cruce de historias nuestras ha empezado. El diálogo queda abierto y sin respuestas.

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