Gabriel Rodríguez Liceaga

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Recomendador compulsivo de libros, el escritor defeño Gabriel Rodríguez Liceaga visitó la perla tapatía para presentar su más reciente trabajo: Fiera de la Balbuena y otros cuentos, editado por Luzzeta. “Para poner una editorial hoy en día, se requiere un tipo de locura que ya los escritores no tenemos”, dice Rodríguez sobre las editoriales independientes. Luzzeta, la “casa” del escritor capitalino, es una de ellas.

Ganador, en 2012, del Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí por Perros sin nombre, Gabriel Rodríguez ha publicado las novelas Balas en los ojos y El siglo de las mujeres, así como los libros de cuentos El demonio perfecto y Niños tristes.

¿Cuándo empezaste a escribir?
Hace cerca de ocho años, cuando me despidieron. Me puse como desesperado a buscar chamba y pensé “quizá sea el momento de leer Moby Dick”. Después de leer Moby Dick me di cuenta que tenía que entregarle el resto de mi vida a la palabra escrita. Así de estúpido como suena.

¿Es la escritura una lucha contra el olvido?
El destino de cualquier obra humana es el olvido. Hay atajos para llegar a él. Escribir es uno de ellos. Uno publica, está en la mesa de novedades un par de semanas y luego el olvido inmediato. Lo dice Borges, los escritores tenemos que pensar que estamos haciéndonos sobre piedra, pero realmente es sobre arena. Cuando uno escribe lo está haciendo para árbitros que tal vez aún no existen. Mis jueces todavía no tienen rostro.

¿Debería de haber un compromiso ético por parte del escritor?
Uno no tiene que sostenerse a ninguna regla ética a la hora de escribir. Al contrario, tienes que utilizar las reglas del mundo para trastocarlas y con ellas crear belleza. El compromiso es con la belleza, con la capacidad que tengas de escribir belleza, de traducir el mundo que nos rodea y traducir lo que tienes en la cabeza, en el cerebro y en los genitales en palabras que preferentemente estén bellamente sumadas una detrás de la otra.

¿El escritor tiene derecho al silencio?
A final de cuentas uno escribe en la cabeza. Lo doloroso de escribir es que siempre uno se lo imagina mejor de lo que puede hacerlo en papel. Uno realmente nunca está en silencio. Todo el tiempo estás escribiendo, pero ya cuando lo transformas en materia, pues ahí entran los problemas. Pero sí, por supuesto que el escritor tiene derecho al silencio.

Qué afecta más a la literatura, ¿el mercado o los escritores?
Ambas. Pareciera ser que es como un concubinato. El panorama editorial en México es paupérrimo. Pensemos que, por ejemplo, a las editoriales grandes no les interesa publicar cuento. Eso es aberrante.

También están las novelas por encargo. Eso aleja a los escritores de sus búsquedas y los pone a hacer libros acordes con las necesidades comerciales de la editorial.

¿Qué te hace seguir escribiendo?
Antes era el anhelo de “quiero ser escritor, quiero ser escritor”. Extraño mucho esa ilusión. No hay nada peor que ser lo que uno quiere. Ahora mi motivación es la muerte. Si hay algo de lo que tengo garantía es de que me voy a morir. Tengo una fase muy breve de existencia para escribir todo lo que quiero contar y esto se empieza a volver una competencia en contra del olvido y en contra de ya no estar vivo.

La literatura es como una fila de ecos. Un montón de ecos que se van haciendo cada vez más débiles. La metáfora es bonita porque nos hace pensar que hubo un grito originario. Antes de que mi voz se apague, pues quiero meterme ahí, en esa fila. Lo que me mueve es la muerte. A final de cuentas todo se resume en una línea. ¿Qué es lo que todos recordamos de Nietzsche? “Dios está muerto”. Ojalá en los años que me quedan de vida consiga una línea que me salve.

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