Estatuicidio: juzgar la historia vigente

La furia contra las estatuas ve en los personajes que representan la síntesis de una historia de abusos, y que una comunidad cada vez más diversa y numerosa se resiste a reconocerlos como héroes

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Héctor Domínguez Ruvalcaba

A dos días de conmemorarse el llamado «Descubrimiento de América», las esculturas del conjunto de la Glorieta a Colón, en Paseo de la Reforma, fueron retiradas por el personal del gobierno de la Ciudad de México. En un principio explicaron que se las habían llevado a restaurar; sin embargo, circuló la versión de que existían amenazas de que irían a derribarlas el 12 de octubre, como ha sucedido globalmente con varios monumentos.

De ser esta la versión correcta, la reacción del gobierno de la ciudad seguiría el ejemplo de otras autoridades que previnieron situaciones conflictivas con un retiro oportuno de las esculturas que no cuentan con la aprobación consensuada.

Derribar o dañar estatuas como forma de juzgar personajes e ideas no es ninguna novedad en la historia de los monumentos e íconos del mundo. Ya en el antiguo Egipto, según se constata en los museos, el odio a los gobernantes y principales retratados en esculturas se expresaba con la mutilación nasal.

Las religiones se establecen sobre las ruinas de la iconoclastia fundacional: en el Museo del Vaticano hay una especie de muestrario de trofeos por la derrota del politeísmo grecolatino, donde no son las narices, sino los penes los órganos mutilados: el odio toma formas impredecibles.

Los conquistadores españoles derribaron altares de dioses a quienes llamaban demonios. Las tropas norteamericanas entraron a los templos católicos de México para humillar a la nación vencida en el cuerpo de sus imágenes sagradas. La furia liberal encabezada por Melchor Ocampo se lanzaba temeraria contra los conventos.

Echar abajo monumentos es un acto furioso contra los símbolos de un orden que resulta intolerable. Es un juicio histórico, y la promesa de una nueva era. O, por lo menos, es un deseo utópico de cambio.

El movimiento actual contra los monumentos en el mundo es sin duda expresión equivalente a aquellas épicas destitutivas. Se trata en gran medida de una revisión histórica y moral de los símbolos.

Lanzarse contra las esculturas de los héroes confederados fue una respuesta a la masacre de Charleston, South Carolina, en junio de 2015, en una iglesia metodista episcopal de afrodescendientes, donde nueve personas murieron.

Símbolos y realidades coinciden: los confederados en las plazas y los hechos de violencia racista nos recuerdan que la historia de la opresión está vigente. Las esculturas de héroes confederados como Jefferson Davis, Wade Hampton III, Robert E. Lee, Alexander Hamilton, entre otros, pueblan plazas, jardines y edificios públicos, ubicados en las mismas calles donde los jóvenes afrodescendientes sufren una letal persecución a manos de uniformados.

En Bélgica, el derribamiento de la estatua dedicada a Leopoldo II, el genocida del Congo, fue un acto de conciencia y un gesto simbólico para exorcizar la vergüenza histórica del reino colonialista y esclavista.

En Nuevo México, la estatua ecuestre de Juan de Oñate cayó por los suelos en medio de una controversia entre hispanos de viejo asentamiento y la población indígena. Este conquistador derribado era hijo de otro conquistador sanguinario, Cristóbal de Oñate, que asoló pueblos enteros de lo que hoy son los estados de Jalisco, Zacatecas, Nayarit y Aguascalientes, y al que aún se rinde homenaje escultórico en la Plaza de los Fundadores de Guadalajara; así como a Miguel de Ibarra, que además de ser el primer alcalde de esa ciudad, participó del genocidio de los pueblos que habitaban la región, en compañía de Nuño de Guzmán, uno de los personajes más crueles de las crónicas indianas.

La furia contra las estatuas ve en ellas la síntesis de una historia de abusos que no alcanza a erradicarse por el solo hecho de que los monumentos desaparezcan de la vía pública. Lo que sí queda en claro es que una comunidad cada vez más diversa y numerosa se resiste a reconocerlos como héroes. Es un acto cívico que persigue des-homenajear a quienes no representan los valores colectivos.

La iconoclastia se establece por consenso, es en sí misma un acto democrático.

En su gran mayoría, son las autoridades locales las que deciden retirarlas con prudente sigilo. Con ello, las instituciones responden a una presión moral: la comunidad no puede honrar lo que juzga deshonroso. Así, el futuro político de la clase gobernante habrá de calcularse en términos de cuántos mármoles y bronces pudieron retirar del espacio público.

Cristóbal Colón, Miguel de Ibarra y Cristóbal de Oñate… son símbolos no de un pasado superado, sino de una historia que no ha concluido: la voracidad de las compañías extractivistas y los megaproyectos en los territorios indígenas, la discriminación, la criminalización y demás vejaciones nos muestran que, al igual que la esclavitud y la guerra civil, la violencia colonial sigue vigente.

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