El rojo firmamento

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El mediodía se escuchaba como un susurro lejano, menguado por las nubes rojizas. El aire espeso calaba en cada respiración y estar a la intemperie producía lágrimas en los ojos por la irritación que generaba la atmósfera. Así era la nueva vida, pero nueve meses después aún generaba conflictos el adecuarse.

El sol había elevado su temperatura y las ciudades habían quedado incomunicadas. El único medio que seguía en función era la radio. Pero con los ventarrones desérticos las ondas de la frecuencia se perdían y, ocasionalmente, los mensajes quedaban cortados.

Pequeños grupos de personas habían comenzado a cambiar su rol de vida y dedicaban el día a dormir mientras que las actividades cotidianas las realizaban por la noche.

Cierta mañana se había alcanzado a informar por la radio que el desabasto de víveres parecía disminuir en algunos puntos de la ciudad, principalmente en zonas que en otros tiempos no serían las más favorecidas. Durante la madrugada, un camión con las luces apagadas y paso de paquidermo había arribado a la Plaza Río Nilo; descargó los insumos antes del amanecer y en la tienda se comenzó a atender a personas que llegaban en grupos de diez, tres productos por cada una. Había botellas de agua de cuatro litros, bolsas con arroz, frijol, lentejas. También latas de atún y sardina. Chocolates y papel higiénico.

Alrededor del autoservicio grupos de escoltas patrullaban, ocultos entre las escasas sombras y solamente permitían el paso cuando tenían la plena certeza de que al interior de la tienda no había nadie más. Del establecimiento salían las personas corriendo con sus insumos y una mujer chiflaba en señal de alerta; de entre el seco pastizal, jóvenes que habían desarrollado las habilidades de una gacela se ocultaban para ser los primeros en saltar en cuanto supieran de la posibilidad de ingresar. De repente corrían con ansia y los agentes contaban hasta diez desesperados corredores y en cuanto alcanzaban al número permitido se escuchaba la detonación del arma que mantenía a raya a los que se habían quedado ocultos.

Los guardias evitaban que hubiera un hacinamiento de individuos así como posibles saqueos, aunque las personas no podían estar más de 30 minutos ocultos entre la pradera seca porque cuando el sol se ponía al centro del cielo, la radiación que proyectaba entre las nubes rojizas —que avanzaban con velocidad— quemaba la piel al grado de que a las tres horas de la exposición brotaban ulceraciones, como cráteres con el contorno blanco y una fosa rojiza que necesitaba de curaciones inmediatas para evitar infecciones. Así sucedía hasta media mañana.

Después de que el sol llegaba a mitad de su recorrido el calor era insoportable y las nubes rojizas avanzaban con displicencia. Las calles se quedaban vacías y el único medio de comunicación se limitaba a horas de música grabada. Los reportes comenzaban al atardecer, y como muchas personas se mantenían renuentes al cambio de hábitos los reportes del abasto de víveres comenzaban luego de terminada la madrugada.

Recuerdo estar mirando hacia el patio con una atención de ajedrecista la manera en la que el calor consumía las escasas plantas que aún quedaban vivas. En cada doblez de articulación un hilo de sudor corría incesante. Mi padre caminaba de la sala y la cocina. Llevaba el ceño fruncido y refunfuñaba en silencio. “El Chato salió de su casa y quedó ciego, aparte de que todas las noches deben curarle las llagas que se le hicieron en los brazos y las piernas. Dice que por Javier Mina, de la Calzada para acá, la gente está muy asustada porque no es por el sol lo que está ocurriendo, sino por un ser que camina en el día. Es muy alto, grande en verdad, y se escuchan las pisadas recias que da. Como si cayeran costales de arena al piso: uno-dos, pasos, pasos. Dicen que deambula y observa. La radiación sale de él: la gente lo percibe, pero no lo puede ver. Es una presencia que no es de aquí. Se siente”, dice mi padre. Me mira sin hacerlo, se calla. Y vuelve a caminar de la sala a la cocina.

Un camión con víveres que iba hacia la plaza que está enfrente de la Unidad Deportiva Tucson se volteó súbitamente. El frente del camión tenía un impacto justo en el centro como si hubiera chocado contra un poste. Luego del choque —con ese algo— se ladeó poco a poco hacia la derecha hasta caer por completo. Cientos de personas miraban por las ventanas de los edificios. En esa zona el calor reportó 43 grados.

La radio comenzó con el reporte justo a las nueve de la mañana. El suceso propició una atmósfera funesta. Mi padre repetía constantemente: “La gente que comenzó a vivir de noche no está sufriendo porque esa cosa que nos camina sólo deambula por el día. Algo nos hará, de eso estoy seguro o nos mataremos entre nosotros antes de que eso suceda. Una de dos”. Guardaba silencio por unos minutos y después repetía con las mismas palabras: “La gente que comenzó a vivir de noche no está sufriendo porque esa cosa que nos camina…”.

Al atardecer salí y di dos pasos. Me detuve y giré la cabeza lentamente de un lado a otro. Estudié detenidamente todo el perímetro: la luz del sol caía en el atardecer de verano. De cuando en cuando pasaba un automóvil a gran velocidad, que después giraba en una esquina y se detenía a esperar que el motor se enfriara. Luego de unos minutos retomaba la marcha por el camino de fuego. La sombra de los edificios cubría casi toda la acera y el dorado solar arreciaba sobre las fachadas de enfrente. Caminé otro poco y miré hacia el oriente: algunas personas comenzaban a salir de sus hogares para vivir durante la noche que se acercaba. Donde el sol caía a plomo seguía desértico. Un viento cálido soplaba ligero y diáfano desde el poniente, arreciaba un poco y hacía vuelcos levantando polvo y arena. El cielo lucía despoblado. Caminé hasta pararme a mitad de la calle, justo en la frontera entre la sombra y la luz. Miraba el hervor del calor que se mantenía en el asfalto. Las escasas personas que salían poco a poco de sus casas lo hacían como animales silvestres, con extrañeza, midiendo el terreno con el temor de encontrar a un depredador. Miré atentamente las fachadas de enfrente, el estilo colonial, el rostro del ángel sin expresión labrado en la cantera, las figuras que recorrían la parte superior de una casona, la gran puerta de madera de otra; de pronto me crucé completamente hasta donde el sol aún alumbraba la acera.

En un poyo de concreto me recargué para mirar hacia el poniente, como desarticulando la postal: el sol se ocultaba, poco a poco, tras las nubes rojas hechas de pequeñas volutas de contorno naranja y centro rosado, blanco, azul y rojo; el cielo se teñía de rosa, de púrpura, morado, azul y una estrella como zafiro se dibujaba en el firmamento. La avenida por donde pasó el último vehículo del día estaba desolada. Nadie caminaba por ella, nadie hablaba, nada se oía. Algo pasa en el entorno, pero nadie sabe lo que es. Alguien o algo nos visitó. Todos temen y esperan que la respuesta llegue del cielo, de donde han llegado también las laceraciones que han hecho a la gente temer.

Ya es imposible seguir viviendo de día: el firmamento ya es rojo.

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