El mito se ve y se escucha

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Si la más elemental aritmética no demostrara que el versito de las rumberas que acicalan a un babeante Tin Tan, al son de sus caderas envueltas en satín, es tres años anterior al fatal accidente aéreo en que Pedro Infante murió calcinado, creería cualquiera que es un negrísimo chiste de aspiraciones tan eróticas como suicidas. Pero la realidad cronológica —más aburrida— apunta a que estas voluptuosas chicas lo único que querían era divertirse con uno de los aviadores aficionados más populares y mujeriegos de la época.
Sirva este episodio trópico-musical para enlazar dos eslabones de la Época de Oro del cine mexicano, ahora que Germán Valdés le pasa a Infante la estafeta del homenaje especial en el marco del 24 Festival Internacional de Cine en Guadalajara (FICG). Y no es el único. El poblado de Guamúchil, también en el estado de Sinaloa, ha erigido una estatua en agradecimiento al cariño que siempre le tuvo a esta patria chica, donde pasó su niñez.
Mientras por el lado norte del malecón de Mazatlán se arremolinan los cuerpos pálidos del turismo extranjero, en el extremo opuesto hace guardia un eterno joven de ancho pecho y grandes brazos, bigote coqueto, uniforme y moto oficial. Es el monumento en el barrio de Olas Altas a Pedro Infante, tal como apareció en A toda máquina, con el que su pueblo natal le rinde homenaje.
Desde su muerte en Mérida, Yucatán, el 15 de abril de 1957, cada año en ese mismo día de primavera se reúnen hordas de admiradores, imitadores y mariachis dispuestos a cantarle a su tumba. Una crónica de su 25 aniversario luctuoso publicada en la revista Somos señala que la fuerza pública resultaba del todo inútil para contener las pasiones de la muchedumbre, como no apelaran a “el respeto debido a Pedro”.
La histeria colectiva desatada por su repentino fallecimiento bastó para llenar titulares e interiores de la prensa por meses: el pleito de herederos, homenajes inmediatos, proyectos de monumentos, hijos apócrifos… el diario Cine mundial, especializado en farándula, supo asegurar sus ventas de 50 centavos por ejemplar a todo lo largo del mes de mayo de 1957, pues publicó una biografía en 30 capítulos del “ídolo de Guamúchil”.
Escrita por Octavio Alba y con fotografías e información tan insólita y tangencial como el retrato de su primera novia, la fachada de la Catedral de Guadalajara —donde se detuvo a rezar en su camino a la capital—; solemnes análisis de sus manos, mirada y risa; cartas de espiritistas transmitiendo mensajes de consuelo para sus familiares y fanáticos desde el más allá, manuales explicando su método para conquistar damas… todo aderezado con el incentivo para coleccionistas de encuadernar gratis la serie completa.
Mientras Frank Sinatra y Eva Gardner firmaban su divorcio, Bergman estrenaba El séptimo sello y Fellini sus Noches de Cabiria, Cine mundial buscaba todas las aristas de la conmoción nacional. Una crónica del último día de Infante que lo describe vestido de caqui, brillando un enorme diamante en su dedo, llegando a las 6:30 la mañana en su moto al hangar de compañía aérea TAMSA, tomando un refresco que paga con un billete de cinco pesos sin admitir cambio.
Su fama era tan grande al momento de morir que en Hollywood ya se barajaban posibilidades de alternar créditos con Marlon Brando, John Wayne, Kirk Douglas y Joan Crawford, aunque los directores no sabían muy bien cómo, pues Infante hablaba terriblemente el idioma inglés.
Como en el caso de Elvis Presley y Anastasia Romanov, el desconsuelo general era tal que el rumor de que todo había sido una farsa y seguía vivo, escondido en el algún lugar del planeta, subsistió durante décadas.
En 2001 María de los íngeles Santiago Viruel, de la UNAM, demostró con una encuesta en su tesis Análisis de la capacidad actoral de Pedro Infante durante 1939-1956 que de 100 personas, sólo cinco consideraron que no fue buen actor porque “fue Pedro Infante todo el tiempo”, “le faltaba espontaneidad y carisma actoral”, “no necesitó ser actor porque era carismático”, “sus gestos, movimientos de manos y físico, así como sus canciones era lo que intentaba proyectar más”. Pero páginas antes, la autora señala estas mismas características como argumentos en favor de Infante. Dice, por ejemplo, que el director Ismael Rodríguez pensaba las películas en función de lo que Pedro podría interpretar sin complicaciones: “Le escribió historias adecuadas, además de que ajustó las acciones y los diálogos a la capacidad y posibilidades del actor”.
En el apartado dedicado a analizar la capacidad actoral de Infante, la tesista señala que “En repetidas ocasiones los conocedores han mencionado que el actor nació con el don y un enorme carisma”, lo cual evidencia cómo “los conocedores” y los encuestados usan las mismas características tanto a favor como en contra, pues los otros 95 encuestados dijeron que sí fue un buen actor por “…tener el don, poseer un gran carisma, contar con aptitudes, el saber hacer los gestos y movimientos necesarios, el entregarse a sus personajes, el interpretar papeles que le quedaban…”.
Sin más datos que los arrojados por su estudio, María de los íngeles Santiago Viruel no vacila al afirmar en su capítulo de análisis que “su actuación tanto en campo como en ciudad resultó fresca y convincente”, “tuvo un gran manejo de la expresión”, “sí transmitía la esencia del personaje que estaba interpretando”.
Pero en algo tiene razón. Tras inaugurar su análisis en alabanza, dice que “ha sido uno de los actores más admirados durante todos los tiempos; único y excepcional en lo que va de la historia del cine mexicano”, idea respaldada por un 95 por ciento de respuestas afirmativas.
La figura de Pedro Infante es una mezcla difusa de su personalidad auténtica y sus personajes cinematográficos, si bien en ocasiones son incluso contrarios: en sus películas aparece como borracho y parrandero, pero en la vida real se sabe que era abstemio, no se desvelaba nunca y era un gran deportista: lo mismo hacía pesas que gimnasia, box y natación.
Tomando lo segundo como motivo de adoración y encarnando en lo primero el más profundo cliché de macho mexicano, Pedro Infante es la encarnación misma de una idiosincrasia nacional que no ha perdido ni un ápice de vigencia más de medio siglo después de muerto el ídolo.
A tal magnitud llegó su prestigio nacional que Ismael Rodríguez dejó en el tintero un proyecto fílmico en el que Pedro interpretaría a Cuauhtémoc, Benito Juárez, Miguel Hidalgo, Juan Diego, Sansón y Jesucristo. El argumento giraría en torno a un jorobado desquiciado, dependiente de un museo de cera, enamorado de la estatua de la famosa Rosario del Nocturno del poeta suicida Manuel Acuña. El clímax de la película llegaría en el delirio del jorobado, cuando todos los personajes aparecerían al mismo tiempo cantando: la voz de Infante en siete tonos diferentes.
Si bien no llegó a realizarse este exacerbado proyecto, cada fin de semana la televisión abierta sigue transmitiendo por lo menos una película suya, reafirmando en el público una serie de valores y rasgos culturales que de ningún modo nos llevan a resolver la empolvada problemática de Octavio Paz en El laberinto de la soledad, mucho menos a pensar y desarrollar una nueva identidad nacional.

Amorcito corazón
En Coyoacán, junto a una fábrica de chocolates y dulces finos, la Cineteca Nacional guarda toda clase de documentos que dan testimonio de la historia del cine mexicano y el extranjero. Al preguntar por fuentes referentes a Pedro Infante, las secretarias de la biblioteca y la hemeroteca desaparecen un instante entre los estantes y vuelven de inmediato con las manos llenas sin siquiera consultar el fichero electrónico.
En ella, el investigador documental Adolfo Gaytán Apáez, especializado en música en el cine, nos habla del Pedro Infante que, en sus palabras “acaricia al oído de la mujer con esa manera de decir las canciones: sutil, suavecita, que se va metiendo”.
Para empezar la historia musical de Pedro Infante hay que hablar de su genealogía. Su padre, Delfino Infante, era músico de profesión y con sus hijos tenía una orquesta, La rabia, que tocaba en cantinas, bares y fiestas familiares de Guasave y Guamúchil, cobrando 10 centavos por pieza.
En 1937 entró a la Orquesta Estrella de Culiacán, la mejor del estado en aquel entonces. Paralelamente hace sus primeras apariciones en radio, en la XEBL, La voz de Sinaloa. Pero al llegar a la Ciudad de México en 1939 no tuvo suerte en sus primeras oportunidades en la radio: al hacer una prueba en la XEW, le recomendaron regresar a la carpintería.
Luego lo intentó en la XEB, un verdadero desastre: la voz se le apagó, la garganta no le respondía, titubeó ante el micrófono… todas sus carencias se magnificaron. Pero Julio Morán le da una segunda oportunidad una semana después con tal suerte que es contratado para cantar tres veces por semana, ganando dos pesos por programa.
Aunque su voz estaba limitada a los tonos más bien graves y no era muy potente, su éxito como cantante radicó en la entonación y sentimiento que le imprimía a las canciones que interpretaba: lo mismo tomaba letras de José Alfredo Jiménez que de Gonzalo Curiel o Luis Demetrio.
“Es el único que ha vendido de un solo tema más de 20 millones de copias, de una canción: Las mañanitas, grabada el 13 de julio de 1950”.

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