El extravío de los dolorosos

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“No soportaba la oscuridad”. No son de creerse estas palabras de Amparo Dávila, pues su cuentística transcurre en espacios cerrados, inextricables, sofocantes; oscuros, en una palabra. Los escenarios en los que sus personajes se desenvuelven aparecen saturados de una atmósfera que, como si se tratase de un ser vivo, se cierne sobre sus cabezas, los atosiga, los desarma y, al fin, acaba con ellos.
Nacida en el poblado minero de Pinos, en la sierra zacatecana, en 1928, Amparo Dávila estuvo casada con el pintor Pedro Coronel y publicó tres libros de poemas (Salmos bajo la lluvia 1950), Meditaciones a la orilla del sueño y Perfil de soledades (ambos de 1954), antes de ver editado su primer libro de cuentos (Tiempo destrozado, 1959).
Amparo Dávila se inició como poeta, pero, como sostiene Juan Olmo, “su papel protagónico en la literatura nacional se debe a su trabajo como cuentista.” Dávila dio también a la imprenta Música concreta (1964) y írboles petrificados (Premio Xavier Villaurrutia, 1977).
Amparo fue una original maestra del cuento (fantástico y de horror), género en el que, sostiene la investigadora Irma Cuña, supo “penetrar directamente en el mal, en la anormalidad mental, desde un principio, y los sujetos y objetos entran en un juego terrible que los conduce al fin.”
Aunque se le relaciona con Guadalupe Dueñas y Francisco Tario, además de la notoria influencia de Kafka en su narrativa, Dávila maneja un registro particular. En sus relatos se percibe casi siempre una presencia extraña, que en la mayoría de los casos queda sin descubrir –una anormalidad–, pero que provoca un efecto devastador, primero en los personajes y en el lector después. “Lo más valioso de la obra de la zacatecana es el modo en que vuelve reales, padecibles, las sombras que acosan a sus personajes”, escribe Rafael Lemus (Letras Libres, junio de 2009).
La infancia de Amparo transcurrió en Pinos. Cuando tenía cinco años murió su hermano Luis íngel, un año menor que ella y a partir de entonces “me quedé triste, sola, enferma.” Entonces “la oscuridad no la soportaba, y como estaba sola por la muerte de mi hermano, me refugiaba en la biblioteca de mi padre”, donde descubrió la Divina comedia, de Dante y los “terribles grabados” de Doré. Esa vida solitaria puede dar una idea clara del dolor que embarga a sus personajes, como el protagonista (sin nombre) de “Fragmento de un diario”, que abre Tiempo destrozado (1959), en el que se advierten “los elementos configuradores que caracterizan la totalidad de su obra: locura, violencia, incomunicación y muerte”, advierte José Luis Martínez Suárez (Cuento de nunca acabar. La ficción en México, 1991). A las características que enumera Martínez Suárez cabría agregar el “dolor”, que aparece como agente protagónico en muchos de sus textos.
Dávila supo encontrar un punto en sus cuentos, en los que el dolor se vuelve un elemento constante, una imprescindible presencia que abre, permanece y cierra todo lo que ocurre en la historia, aunque a veces sea de manera velada. El personaje principal de “Fragmento de un diario”, por ejemplo, es un hombre que busca volverse un experto en la experimentación del dolor, porque, dice, “es bastante arduo el aprendizaje del dolor, gradual y sistematizado como una disciplina o como un oficio” (Cuentos reunidos, FCE, 2009). Desde la escalera vigila las subidas y descensos de la mujer a la que ama –que no pasa de ser una sombra–, con la oculta esperanza de que ella no se fije en él, pues, con su indiferencia, su dolor se agudizará más; que en el fondo es lo que desea.
La mujer (la sombra) comienza a mostrar cierto interés en el hombre: él reniega de ello. Decide entonces que le dará muerte no solo para seguir amándola y, al mismo tiempo, para no ver interrumpido su dolor, sino para que se instale en definitiva en el grado máximo de la escala que ha desarrollado: donde duele no ya en acción, sino como recuerdo.
Si Teseo precisaba del hilo de Ariadna para salir del laberinto, éste requiere deshacerse de la mujer para continuar sufriendo; es decir, dejar el hilo para internarse en el laberinto. Un extravío propio de los dolorosos.

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