El Elefante se mueve

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La vieja cancioncilla infantil decía: “Un elefante se columpiaba sobre la tela de una araña…” Y después –todos lo sabemos- había que agregar elefantes para poner en evidencia nuestra capacidad de contar, aun cuando la maldita telaraña contraviniera las leyes físicas. Tal absurdo es lo que hacía atractiva la canción. De la capacidad que tenemos los hombres para escuchar y repetir absurdos con nuestras palabras y actos, echa mano José Saramago para construir una historia en la que un elefante tendrá que realizar un largo viaje de Lisboa a Valladolid para llegar a Viena, sosteniéndose en las caprichosas e inestables telarañas tejidas por las cortes europeas en el siglo XVI. Así, el nombre de la más reciente novela del autor portugués no podría ser más claro: El viaje del elefante.
Sin duda que Saramago, poseedor del Premio Nobel de Literatura en 1998, y con varios éxitos en el mundo literario, como Todos los nombres, Ensayo sobre la ceguera o El evangelio según Jesucristo, sabe reconocer una buena historia cuando la encuentra para aprovecharla y moldearla al punto en que pueda ser interesante para publicarla, y venderla, por supuesto, que de lo contrario Saramago no existe. Así, el hecho de estar en un restaurante de Salzburgo y toparse con unas figurillas que aluden a una vieja historia de un paquidermo, podrá ser azaroso, mas no así la recreación del relato de una manera coherente y enganchadora. No, para eso hay que conocer un oficio que el autor tiene bien medido.
Al igual que su nombre, el argumento de la novela El viaje del elefante es totalmente sencillo: un elefante asiático propiedad del rey de Portugal, Juan III, es regalado al archiduque de Austria, Maximiliano. Por tanto, el enorme animal ha de ser conducido a Viena, y para ello es entregado por las tropas portuguesas a las austriacas en Valladolid, que de ahí es regente Maximiliano, y proseguirá su camino con las escalas que las necesidades climáticas y políticas requieran.
El pesado animal, después de dar algo de luz a las necias cabezas de quienes estuvieron cerca de él, termina por ser un perenne y trivial ornamento. Saramago, después de cuestionar desde lo alto de un elefante sobre las máscaras de hombres e instituciones, se aparta dejando el ornamento de sus cavilaciones.

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