El aullido del alquimista

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Es el diablo. Enjuto, encorvado sobre sí mismo como una sombra bajo el sol demencial. De perfil, siempre de perfil. Con el sombrero calado, parece un personaje pintado por Goya. Un andaluz de traje negro en medio de una primavera luminosa. Su voz es anciana, tiene miles de años. Suena al delta del Nilo, a los cantos de los pastores, a la bisagra del burdel. Su voz es más vieja que el Apocalipsis, y estará en el viento aún después de que todo termine.
Su música siempre llega antes que su imagen. Las leyes de la física se rompen al estar frente a Bob Dylan. El sonido se precipita directo, inmediato. La luz tarda más. Se detiene en su mueca, en su gesto lleno de ritmo despreocupado. Parece que la síncopa sale del tacón de sus botas, sube y atraviesa su frágil cuerpo, y se multiplica en millones de átomos que caen sobre los espectadores como una lluvia ligera. Es el performance del profeta, es el trance del brujo que se sumerge en pesadillas demoníacas para curar a la aldea. Solitario, en medio del escenario, con sus músicos como apóstoles del sagrado signo.
Dylan es el juglar que cuenta la épica del desierto. Del viaje de ultratumba por las cavernas desoladas. Regresa del ayuno. Como un traga-fuego escupe con su voz llena de bourbon el evangelio del hombre moderno.
Bob Dylan, al igual que el primer verso de Aullido de Allen Ginsberg, vio a las mejores mentes de su generación destruidas por la locura, la guerra, el miedo, la persecución, la muerte… El trovador respira el aire contaminado y como un árbol viejo lo transforma en oxígeno puro.
Dylan, el último alquimista.
Beat-folk-blues-surrealismo-apalache-swing-bop
Durante el concierto las canciones de Bob Dylan comenzaban como dulces tonadas, premoniciones de una tormenta que nunca llegaba pero que se mantenía –que él mantenía– en un puño, como se encierra un escupitajo que quiere ocultarse de las miradas indiscretas. El blues era el origen, pero las melodías iban degenerando hasta convertirse en un swing esquizofrénico. Como esas canciones de Ray Charles que emanaban como un goteo de bar sureño y terminaban en un rock and roll urbano.
Estamos frente a la multiplicación de los panes. El milagro del vino. Presenciamos el nacimiento del rock and roll como metáfora de un siglo XX derruido. Modern Times es el disco que permea la velada. El último tratado del poeta que alguna vez dijo que para ser artista tenías que combatir la depravación y nunca transigir.
Su voz suena áspera, por momentos es inaudible. Sus palabras se convierten en susurros (whispers)… su voz trae a la vida los parajes de un sur inexistente, donde la violencia y la libertad se enfrentan en una batalla fuera del tiempo. El cielo y el infierno de Dylan corren paralelos al delta del Mississippi. Su voz es el lamento de un Huckleberry Fine eterno.
Como William Faulkner, Dylan sitúa todo su paraíso en el sur. Su Yoknapatawpha es simbólica y encuentra sus referencias en las historias de forajidos y en la poesía oral de una geografía empobrecida y abandonada. Cuando toca la armónica la velada se torna íntima y sensual. Podríamos estar en cualquier tugurio del barrio francés tomando whisky… mientras seguimos con los pies los ritmos imposibles de una banda que toca un himno tras otro. Canciones populares, el folk más profundo. Toda la banda tiene el alma negra y evoca los espíritus de guerreros zulúes de la estepa africana. Los pies del público y la síncopa de la banda se entrelazan, y las canciones duran y se levantan eternas. La improvisación que no conoce límites. Es el blues que nace de la ignominia y que se purifica a través del ritmo. Es la historia universal revisada y corrompida ad infinitum…

Sin final
La noche transforma a todos en estatuas. Los espectadores estamos frente a una catedral abandonada. Presenciamos maravillados las pinturas que ya no están, los murales que hace mucho desaparecieron. El eco de óperas milenarias resuena por el recinto. Bob Dylan está rodeado de luz, solo en el escenario como el castrati frente a un público dispuesto a asesinarlo.
La sensación de enormidad crea un vacío en las almas. El público escucha el verso final. Frente a todos, las palabras se descomponen en imágenes de la totalidad. El otro aparece y encandila con su pureza. Hemos sido tocados por una música sin pretensiones. Somos todos iniciados de un rito circular.
Estamos frente al inocente que descubre que todos los cadáveres apestan, el loco que baila con rayos en las manos, el fraile que se levanta las faldas para mearse en el mundo… (Henry Miller dixit).
Es el final.
Dylan se inclina (sólo un poco) y desaparece.

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