Dos Nobel una conversación

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En las primeras horas después de que Mario Vargas Llosa dijo su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura hace un año, el sitio web de la fundación tuvo una pequeña tergiversación. El texto parecía estar ya disponible para leerlo, pero la versión en español aparecía en blanco. La versión en sueco quedaba fuera de toda consideración, así que empecé a leer la versión en inglés, por pura e impaciente curiosidad.

¿TIENES UN PAí‘UELO? me preguntaba mi madre cada mañana en la puerta de casa, antes de que yo saliera a la calle. Yo no tenía el pañuelo, y como no lo tenía, regresaba a la habitación y sacaba un pañuelo. No tenía el pañuelo cada mañana, porque cada mañana aguardaba la pregunta. El pañuelo era la prueba de que mi madre me protegía por la mañana. A otras horas del día, más tarde o en otras circunstancias, quedaba a merced de mí misma. La pregunta ¿TIENES UN PAí‘UELO? era una ternura indirecta.

Hasta ahí, uno se imagina un Mario niño a punto de salir al colegio o a un Mario joven miraflorino, y como en el inglés no hay marcas de género que delatasen tan pronto el error, las imaginación siguió haciendo encajar todavía un párrafo más, o dos, con los datos biográficos que habían resonado tanto desde que se supo la noticia. Hasta que aparece el agente del servicio secreto. Entonces la extrañeza se convierte en certeza de que éste no es el discurso de Vargas Llosa, no puede serlo.
Pero a esa altura, la vaga imagen de la fábrica de maquinarias y la dura descripción del cariño filial ha calado tanto, que lo mejor es seguir leyendo. El pañuelo habría de tenderse liso, hacerse nudos, atar los tirantes de un acordeón, quedar doblado junto a otros en un cajón, duplicarse en la historia de alguien más y en fin, convertirse en tantas metáforas a lo largo de este texto raro que no podía quedar la duda pendiente: tras una búsqueda más bien fácil, la vereda torcida desembocó en Herta Mí¼ller, que un año antes, en 2009, había dicho esto en el mismo podio de un salón regio en Estocolmo.
“La suerte no es algo que se pueda merecer. La felicidad, tal vez pueda compartirse. Pero la suerte no, tristemente”, dijo también Herta Mí¼ller en su momento, antes de hacer chocar las copas en el banquete que sigue a la premiación. Estaba de pie junto a sí misma, concluyó.
Vargas Llosa, por su parte, se excusó de pronunciar un brindis y contó una historia. En esa historia, el personaje principal es un niño cuya vida cambió radicalmente cuando aprendió a leer, a los cinco años, y se vuelve tan asiduo a las historias que termina inventándoselas él mismo. Hasta que un día en la madrugada “recibió una misteriosa llamada de un caballero con un nombre que desafiaba toda pronunciación le anunció que había ganado un premio y que para recibirlo tendría que viajar a un sitio llamado Estocolmo, capital de un país llamado Suecia (o algo así)”.
Más allá de las anécdotas únicas de incredulidad al saberse laureados, seguramente lo que con más empeño compartirán este domingo en una misma mesa de la FIL, será la cabal convicción de que, como dijo Vargas Llosa cuando apareció al fin su discurso en la web: “Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola […] Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción”.

Dos Nobel, una conversación
Domingo 27 de noviembre, 12:00 horas Auditorio Juan Rulfo

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