Del conjuro y el horror a la muerte

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Guadalupe Dueñas. foto: cortesia

La escritura de Guadalupe Dueñas (1910-2002) no es opaca, aunque tampoco está dotada de piedritas brillantes. No hay adjetivos que sobren ni frases largamente elaboradas. Es una escritora que trabaja como un artesano: a las palabras hay que hallarles acomodo y llevarlas, sin ningún tipo de forzamiento o movimiento arbitrario, al mejor sitio, a su lumbrera particular. En sus textos es posible encontrar un sedimento rulfiano: la parquedad de ese lenguaje le abona a lo horripilante, a lo insólito, a esas dosis de terror que salpican aquí y allá sus tres libros de cuentos publicados: Tiene la noche un árbol (1958), No moriré del todo (1976) y Antes del silencio (1991).
Si hay alguna atmósfera idónea para los seres descarnados, misteriosos y colmados de horror y actitudes desconcertantes de sus relatos, la construye con cuidado absoluto: las hermanas Moncada (de “Al roce de la sombra”), educadas en París, esquizofrénicas y con gustos exquisitos, no tienen mejor escenario para perpetrar asesinatos que un viejo caserón en el que todo mobiliario rezuma antigí¼edad y un esplendor descolorido. En el deterioro de ese mausoleo las dos hermanas, locas y decimonónicas, se pasean como pavos reales en gallinero: aquellas recepciones y bailes parisinos las salvan del olvido y la muerte. Ese es su antídoto para echar atrás la irreversible marcha del tiempo, o por lo menos para detenerla.
La escritura de Dueñas pasa por el tamiz de la vena irónica, la evocación y el acercamiento con lo insólito, lo terrible y lo angustiante. Su universo ficcional, escribe Mario González Suárez, en “La materialidad de la conciencia”, deriva de “la aceitosa niebla del horror a la muerte” (Paisajes del limbo, 2009.) Esos linderos de su geografía literaria: la noche, el horror, la fantasía y lo inexplicable, los comparte y los transita de ida y vuelta con Francisco Tario, Amparo Dávila, Pedro F. Miret y Juan Vicente Melo. El reconocimiento de esas mieles y esos agridulces tonos los emparentan y, a un mismo tiempo, los llevan por un sendero propio.
Coincido con Patricia Rosas Lopategui cuando afirma que Dueñas es una “de las voces femeninas más innovadoras e irreverentes” en el panorama literario mexicano. La calidad de su cuentística lo prueba. Además de esas “reflexiones poéticas” que abundan en Tiene la noche un árbol. Lo del perfil irreverente se desprende, lo intuyo, sobre todo por algunos de sus cuentos más memorables, por ejemplo: “Prueba de inteligencia” y “Digo yo como vaca”: en el primero, con la daga de un delicioso humor negro, satiriza las “tareas propias” de la mujer, que hace descender de su pedestal a través de una mirada irónica, el desdén y una fina superficialidad; y en el segundo desmarca a la mujer del dedo flamígero del hombre que señala que sólo bajo su amparo se puede trascender y sobrevivir. La vaca, ese último dinosaurio en el siglo de las máquinas, como la llamara Alfredo Zitarrosa, da todo de sí –o se lo arrancan–: leche, carne, piel, vida y un equilibrio que pocos o ningún otro animal puede proveer. No es gratis por eso el símil que hace la autora, quien declara con decisión: “Pero yo siempre estaría inmóvil, solemne, ídolo de siesta infinita…”
Su voz está singularizada por el tratamiento de sus temas –que hace con desparpajo y finura–. Lo fantástico –según Todorov– es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural, extraño. “Historia de Mariquita” lo evidencia: Mariquita, la niña del pomo –que tuvo chiles en conserva–, muestra que las posibilidades de vida humana y la aparición de la muerte son infinitas e inescrutables. Y esto puede más que el espanto y lo inhumano mismo. “Yo la conocí (a Mariquita) cuando llevaba diez años en el agua y me dio mucho trabajo averiguar su historia”, dice la protagonista. Más allá del tinte real, aquí se superpone un acento teñido de fantasía, que fue dando paso al acostumbramiento al terror, a lo inexplicable.
Dueñas “esboza en sus ficciones una curiosa escatología. Como quien sueña que le quita con los dedos el aguijón al alacrán, se propone cumplir su anhelo de detener el efecto devastador del tiempo, la naturaleza cambiante de la carne…”, sentencia González Suárez. Si bien es cierto que el humor, ácido y ennegrecido, es una constante en sus textos, la intriga, lo ridículo y lo inesperado también permea la escritura breve de esta narradora tapatía.

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